Obama y la sanidad

 

Atacado por los republicanos y criticado en su propio partido, Obama dio ayer una rueda de prensa recurriendo a los ciudadanos para que salven su reforma de la Sanidad. Una de las más escandalosas lacras de la sociedad americana es la ausencia de una cobertura sanitaria universal. El 40% de la población del país más poderoso del planeta carece de asistencia sanitaria y un porcentaje significativo del restante 60% no disfruta de una protección completa.

 

En múltiples ocasiones, los gobiernos demócratas han proyectado su reforma, la última vez fue el de Clinton, pero otras tantas veces se han quedado en las intenciones. Y es que son muchos los intereses en juego. Primero, todo el amplio mundo sanitario, desde las aseguradoras a los profesionales, pasando por la poderosa industria farmacéutica, que pueden ver menguar su lucrativo negocio. Segundo, todos los adoradores del “santo temor al déficit”, como la mayoría de los congresistas del Partido Republicano, contrarios, sí, al gasto público cuando se trata de incrementar las prestaciones sociales, pero muy laxos cuando el objetivo se centra en bajar impuestos o en canalizar sumas fabulosas de recursos para salvar a los bancos en crisis.

 

Lo cierto es, y éste es el talón de Aquiles de los que se oponen a la reforma, que EEUU gasta en sanidad más del doble que la mayoría de los países. Concretamente, el gasto sanitario por habitante es cuatro veces el de España. Los críticos de la protección social pública olvidan que el hecho de que el Estado no financie determinadas prestaciones no significa que la sociedad no tenga que destinar recursos a esa finalidad. La única diferencia, y no es precisamente baladí, radica en si se financia vía precios o impuestos.  En el primero de los casos suele resultar más caro, con peores servicios y cobertura y con una distribución bastante más injusta.

 

La oficina del presupuesto del Congreso ha cifrado para el 2019 en 239.000 millones de dólares el coste de la reforma. Obama lo niega, y seguramente con razón, porque tales cálculos contemplan exclusivamente el coste de extender la cobertura a los que hoy no la tienen pero sin cambiar las reglas del juego, pero en una reforma en profundidad los recursos pueden salir del propio sistema evitando los derroches actuales y las ganancias desorbitadas.

 

El ejemplo americano debería servir de lección a otros países, como España, para eludir las tentaciones privatizadoras. En nuestro caso, el haber troceado la sanidad por Comunidades puede introducir inestabilidad e inseguridad en el sistema y propiciar el afán de aventura de algunas Autonomías empeñadas en incorporar mecanismos privados que sólo pueden encarecer el servicio y depauperar las prestaciones. El porcentaje que los gastos de protección social representan del PIB es en España seis, siete puntos inferior a la media europea, y nuestro “generoso” sistema de pensiones absorbe tres o cuatro puntos menos del PIB. Los costes laborales, incluyendo los sociales, son mucho más reducidos que los de la mayoría de los países de nuestro entorno. ¿A qué viene entonces la pretensión de reducir las cotizaciones sociales?