Tras
Laila, el Sáhara
El nombre de Laila
me parece mucho más sugestivo y poético que el de Perejil. La verdad es que, al
igual que muchos españoles, jamás había oído hablar de este islote. De ahí mi
estupor cuando se dispararon todas las alarmas del nacionalismo patrio
proclamando que los marroquíes nos habían invadido, que habían invadido un
peñón llamado Perejil.
Si para Enrique IV París bien valía una
misa, para los españoles, y supongo que también para los marroquíes, Perejil no
vale ni el papel que ha gastado la prensa. Tal vez la solución más pertinente
sería cedérsela a la dueña de las cabras que ramonean por los contornos, ya que
es la única persona para quien al parecer la isla tiene alguna utilidad. Es
posible que de esta manera se iniciase en Laila una
nueva dinastía monárquica, el rey del perejil. Así comenzaron muchas.
Nadie puede creer en serio que los
incidentes de los últimos días obedecen a la disputa por un peñón árido y
vacío. Tampoco resulta muy verosímil la versión marroquí de que sus gendarmes
habían invadido la isla para perseguir el contrabando, la emigración ilegal y
el terrorismo, especialmente cuando se convoca a la prensa internacional para
realizar una exhibición jactanciosa del peñón conquistado. No hay que ser muy
avispado para comprender que la intención de Marruecos era presionar a España,
y no hay que derrochar mucho ingenio para situar el origen no sólo de esta
reyerta sino también del desencuentro de los meses anteriores entre España y
Marruecos, en el contencioso sobre el Sáhara y los intereses económicos que
esta zona despierta.
El Sáhara representa un baldón para nuestro
país. Abdicamos de nuestras responsabilidades y abandonamos al pueblo saharaui
a su suerte en manos de Marruecos, que se ha negado reiteradamente a cumplir
los dictados de la ONU y a convocar un referéndum de autodeterminación. Sólo la
situación especialmente crítica que vivía España en aquellos instantes puede
servirnos de disculpa. Ninguna excusa les cabe sin embargo a Francia y a
Estados Unidos por haber cambiado de actitud y pretender que la ONU modifique
también sus resoluciones. Intereses económicos y geoestratégicos están en el
fondo de todo.
Son los intereses económicos los que rigen
hoy la política y el orden internacional. Intereses económicos se hallaban sin
duda presentes en el artículo con el que el Financial
Times arremetió contra España. Es casi seguro que al editorialista le importaba
poco el tema de Perejil, pero mucho lo de Gibraltar y que el peñón pueda dejar
de ser un agujero de lavado de dinero negro. Algunos tal vez comiencen a
entender que diarios de ese tenor no son tan neutrales y objetivos como se nos
pretende hacer creer.
Lo peor, con todo, no radica en la hegemonía
de los intereses económicos. En la actualidad es un hecho, un dato del
problema, que de buen o mal grado tenemos que admitir. Lo peor es que Estados
Unidos y Europa pretendan dar lecciones de moralina. Lo peor es la hipocresía
que impera en el discurso oficial, sobre todo cuando hablamos de derechos
humanos, de libertad y democracia. Se bloquea económicamente a Cuba y a Irak,
se anatematiza a Fidel Castro, pero se llama amigo y se concede todo tipo de
consideraciones al déspota de Marruecos. Las resoluciones de la ONU sólo son
validas en la medida que convengan a EEUU, y los ciudadanos del imperio y sus
amigos no pueden someterse a la justicia internacional.
Aplíquese en buena hora, más bien en mala,
la ley de la fuerza -parece un hecho inevitable-, pero dejemos en paz la lucha
contra el terrorismo, la ética, la civilización occidental y dios salve a
América. ¿Cómo blandir un código de valores después de lo de Afganistán o de
apoyar a Israel en su especial campaña de aplicar la ley del talión o el código
proclamado por un dios cruel e inhumano: hacer pagar a los hijos el pecado de
los padres o viceversa?
El tirano de Rabat parece ser que es nuestro hijo de puta. Una vez más se ha demostrado quién manda en el mundo,
y de nuevo la Unión Europea ha enseñado sus vergüenzas, sus contradicciones. Ha
quedado -¡cómo no!- al descubierto lo infantil del discurso de aquellos que se
extasían al hablar de Europa. Europa sólo existe, al igual que siempre, como
conglomerado de intereses heterogéneos y opuestos. Si se puede hablar de Unión,
es como mucho la de los mercaderes.