¡Qué país!

¡Qué país! ¡Qué país! en el que un presidente puede mandar bombardear con plutonio o uranio empobrecido Iraq o Kosovo, sin que ello le acarree el menor desdoro en su gobierno, más bien al contrario, pero se verá acosado a lo largo de todo su mandato si tiene alguna aventurilla extramatrimonial.

¡Qué país! en el que después de hacerse públicas sus faltas sexuales para recuperar el apoyo popular, ese mismo presidente se ve obligado a comparecer de penitente en televisión, confesando sus culpas, afirmando poco menos que ha hecho ejercicios espirituales y examen de conciencia de la mano del reverendo Jackson y que, por supuesto, se ha arrepentido de sus muchos pecados.

¡Qué país! en el que un líder político negro, precisamente el reverendo Jackson, se ve obligado a renunciar a su actividad opositora frente al cuasifacista Bush, por haber tenido un hijo fuera de su matrimonio. ¿Es que acaso la vida familiar y sexual del reverendo quitan o añaden un ápice a lo acertado o no de sus protestas contra el nuevo presidente?

En este país confunden el culo con las témporas, cuelan los mosquitos en lo concerniente a la moral privada, especialmente en materia sexual, pero se tragan los camellos en lo que hace referencia a la ética pública. A nadie parece interesarle que la nación más rica del mundo sea al mismo tiempo la que presenta un índice mayor de desigualdad.

¡Qué sociedad! que se rasga las vestiduras con las aventuras amorosas de sus líderes y permanece impasible con los ajusticiamientos de menores y subnormales.

¡Que país!, que siendo la primera potencia económica mundial, uno de sus estados - el de economía más fuerte- sufre permanentes cortes de luz y está a punto de sufrir un colapso energético.

Lo grave es que este país pretende configurarse, y de hecho lo está consiguiendo, como el paradigma mundial al que todas las otras naciones deben imitar. Sin ir más lejos, España, olvidando la tradición europea, se adapta más y más a los cánones y comportamientos que vienen del otro lado del Atlántico. Hemos comenzado un proceso de liberalización en la industria eléctrica siguiendo el camino trazado por California. El final, si antes no lo corregimos, con toda probabilidad será el mismo.

Cuando en un sector tan crucial como el eléctrico nos olvidamos de su condición de servicio público y todo lo confiamos al mercado, la consecuencia no puede ser otra que el engorde de las cuentas de resultados de las empresas y la indefensión del consumidor. Las sociedades lo único que perseguirán será elevar los precios y obtener las mayores ganancias posibles, desentendiéndose de garantizar la demanda y de realizar para ello las inversiones necesarias. Eso es lo que ha ocurrido en California y sin duda ocurrirá en nuestro país, si no somos capaces de dar marcha atrás.

El problema, desde luego, no es privativo del sector eléctrico. Otros muchos sectores se mueven en una situación de oligopolio. La Comisión del Mercado de las Telecomunicaciones lo acaba de confirmar para la telefonía móvil. Resulta evidente. Basta con percatarse de lo abusivo de las tarifas y de lo desproporcionado de los beneficios que están obteniendo las sociedades.

Los hechos broncos y tozudos nos muestran, día a día, que la competencia es una quimera en todos esos sectores en los que el Gobierno ha hecho gala de liberalización. En realidad, en la economía moderna, la competencia sólo existe en los libros de texto y en el discurso neoliberal. Si no, cómo se explica que incluso en un mercado aparentemente tan competitivo como el de la alimentación el precio de la carne de vaca haya descendido brutalmente en origen, y se mantenga sin embargo al mismo nivel para los consumidores.