Victoria
pírrica
El Parlamento
europeo acaba de rechazar el acuerdo tomado por el Consejo de fijar la jornada
máxima en sesenta horas semanales. El veto parlamentario puede considerarse una
victoria, aunque una victoria pírrica, porque solo el hecho de que existiese el
proyecto y de que llegase al Parlamento dice ya mucho del mundo social y
económico que estamos construyendo.
Causa estupor, y
hasta cierto punto miedo, contrastar la directiva votada al filo del 2009 con
el hecho de que la OIT aprobase hace casi un siglo (1917) la jornada de
cuarenta y ocho horas. Es difícil no llegar a la conclusión de que vamos hacia
atrás como el cangrejo. La semana de cuarenta y ocho horas fue una de las primeras
conquistas sociales de la clase obrera, y, por supuesto, no gratuita. La fiesta
del trabajo se celebra el primero de mayo en recuerdo de la masacre que se
cometió en Chicago en 1886 con los manifestantes que reclamaban la reducción de
jornada.
He aquí que lejos de
avanzar hacia una jornada de trabajo menor, tal como la de treinta y cinco
horas intentada en solitario y sin demasiado éxito por Francia, queremos
retornar a las jornadas esclavistas del siglo XIX. Lo cierto es que tampoco
cabe sorprenderse, ya que si el proceso se asienta sobre los mismos
presupuestos ideológicos que informaron la sociedad y la economía en aquellos
años, es lógico que obtengamos los mismos resultados.
Lo más grave es que
el discurso dominante tiene tanta fuerza que termina siendo asumido por los
propios trabajadores y por la sociedad en general. Es por eso que muchos, unos
con una gran ingenuidad y otros con bastante malicia, se oponen a que se pueda
fijar una jornada máxima con el sofisma hoy siempre presente de la libertad.
¿Por qué los políticos tienen que decirnos cuánto tiempo podemos trabajar? Que
cada uno trabaje lo que le parezca, aseguran.
Hablar de libertad
económica es, en la mayoría de los casos y tal como se puso ya de manifiesto en
el siglo pasado, una completa falacia. Solo el capital tiene auténtica
libertad. El trabajador no tiene más libertad que la de morirse de hambre o la
de aceptar las condiciones que le impone el empresario. Esa libertad de pacto
condujo al mundo descrito por Dickens en el que los niños y las mujeres
realizaban jornadas abusivas que hoy nos parecen imposibles. Es por eso por lo
que el liberalismo económico del siglo XIX ha tenido que ser superado y, entre
otras cosas, a lo largo de todo el siglo XX el derecho laboral asumió un
carácter tuitivo, de protección del trabajador, estableciendo unas condiciones
mínimas que no pueden ser contravenidas ni mediante pacto con el propio
trabajador.
Desde los años
ochenta, sin embargo, y con el argumento de la globalización y de la
competitividad, el proceso se ha invertido y el fantasma de aquellas relaciones
laborales despiadadas cada vez está más cerca. Buen ejemplo lo tenemos en el
proyecto de directiva que se ha pretendido aprobar. No podemos extrañarnos, por
tanto, que cada vez sean más los que ven en la globalización y en su hija, la
Unión Europea, un sendero sumamente peligroso. Basar la competencia en dumping
social o fiscal conduce inevitablemente a la destrucción de todas las
conquistas sociales y políticas de los últimos cien años, es retornar a un
mundo de desigualdad e injusticia que al menos las sociedades occidentales
creían en cierta forma desterrado. ¿Cómo no rasgarnos las vestiduras cuando es
el premier de un gobierno laborista el máximo defensor de la ampliación de la
jornada de trabajo?