Falsa competencia

El secretario de Estado de la Energía tildó el otro día de irresponsables a las compañías petroleras. El Gobierno, a través del vicepresidente primero, les reprocha que no estén trasladando a precios las ventajas que obtienen de la apreciación del euro. El petróleo se adquiere en dólares, con lo que la depreciación de esta divisa frente al euro abarata sustancialmente el coste de los carburantes. Sin embargo, su precio al público apenas se ha reducido. Las petroleras están haciendo el agosto, pero ¿acaso se podía esperar otra cosa?

Lo raro es que el Gobierno se sorprenda ahora. Algunos hemos venido repitiendo machaconamente que la liberalización de ciertos sectores económicos ha sido mera fantasía. El proceso se ha limitado a sustituir un monopolio público por un oligopolio privado, lo que sin duda constituye una de las peores situaciones posibles, especialmente cuando desde el sector público se renuncia a su regulación. Cómo no recordar aquella boutade del entonces ministro Piqué, anunciando muy ufano que el Gobierno dejaba de fijar el precio máximo de los carburantes, lo que según él acarrearía grandes beneficios para el consumidor al provocar una reducción de los precios. ¿Existe mayor desatino? Si el Gobierno renuncia a fijar un límite a la subida de precios, lo único que se puede producir es que se eleven. Bajar, difícilmente, puesto que nada hasta entonces impedía su descenso.

¿Se pueden pedir responsabilidades a las empresas cuando son privadas? Carece de sentido. Su objetivo es obtener el máximo beneficio; la responsabilidad es función del Gobierno. Es a éste al que compete impedir que mercados con una demanda rígida, como el del gasóleo, queden controlados por unas pocas empresas que puedan fijar los precios a sus anchas.

Los sectores de servicios estratégicos: carburantes, agua, luz, comunicaciones, etcétera, han pasado de públicos a privados; de estar regulados por el Estado, a ser cautivos del poder económico. Pero eso de ninguna manera implica que exista competencia. Hay, qué duda cabe, una cierta lucha entre las empresas, pero sin que ésta afecte a lo fundamental y, en cualquier caso, todas se ponen de acuerdo a la hora de esquilmar al consumidor.

Las empresas petroleras están listas a la hora de transferir a los precios cualquier alza del mercado, pero actúan de manera muy distinta cuando hay que rebajar precios. Las compañías telefónicas anuncian a bombo y platillo que reducen determinadas tarifas, pero callan u ocultan que aumentan el coste de otros servicios. Lo cierto es que la gran mayoría de los consumidores, después de tantas aparentes rebajas, ha visto elevarse sustancialmente en los últimos años su factura de teléfono. Las eléctricas amenazan con reducir sus inversiones si no se les incrementan las tarifas, y lo malo es que la amenaza tiene visos de convertirse en realidad, a juzgar por la frecuencia de los cortes de fluido. Los bancos cobran comisiones de las que difícilmente se conoce el motivo, y cargan en cuenta el coste de tarjetas de crédito que el cliente no ha solicitado.

Se le dice al consumidor que puede cambiar de banco, de compañía telefónica, de eléctrica o de gasolinera. ¿Para qué, se preguntará, si todos terminan haciendo lo mismo? Y además no es tan fácil. Los bancos, por ejemplo, estipulan en los contratos hipotecarios comisiones de amortización o de subrogación que encarecen fuertemente cualquier cambio de hipoteca. Y darse de baja en una empresa de telefonía móvil constituye una verdadera odisea.

El Gobierno afirma que la economía va bien y que mantenemos un crecimiento económico superior al del resto de los países europeos, pero según el INE crece el número de familias -más del cincuenta por ciento- que tiene dificultades para llegar a fin de mes. ¿Por qué será?