Hablemos de pensiones

En un ambiente propicio, en León y en la fiesta de la minería, el presidente del Gobierno ha anunciado su intención de que las pensiones mínimas se incrementen este año por encima de la inflación. Nada más justo teniendo en cuenta que uno de los mayores focos de pobreza de nuestro país se encuentra entre los jubilados. No obstante, habrá que esperar a la letra pequeña para evaluar adecuadamente la medida. Desde hace muchos años, los gobiernos se han acostumbrado a traficar política y electoralmente con las pensiones y se han presentado como defensores del sistema público cuando en realidad, con sucesivas reformas lo han ido deteriorando. En concreto, al aproximarse las últimas elecciones, el Partido Popular anunció a bombo y platillo el incremento de las pensiones mínimas, pero lo cierto es que después de hacer números resultó que la subida únicamente afectaba al 26 % de este colectivo. Veremos lo que ocurre en esta ocasión con el anuncio del partido socialista.

Las fuerzas económicas y en especial las entidades financieras llevan más de dos décadas pronosticando el hundimiento de la Seguridad Social. Estudio tras estudio -eso sí, debidamente financiado-, se esfuerzan por demostrar la inviabilidad del sistema público de pensiones. Aún tenemos en la memoria los publicados a principios de los noventa por la Caixa, el BBV y FEDEA. Anunciaban la quiebra para el año 2000. Este año ha llegado sin que se cumplan ninguna de sus previsiones, es por lo que ahora alargan el plazo al 2020. Ciertamente no acertaron en sus augurios pero su alarmismo ha servido para abortar cualquier reivindicación que pretendiese mejorar la situación de los pensionistas, considerándose ya un triunfo la simple actualización al coste de la vida. Es más, las posibles reformas del sistema se encaminan siempre a reducir los derechos de los futuros jubilados.

En esta filosofía parece que los pensionistas, a pesar de pertenecer a las capas más necesitadas de la población, carecen del derecho de participar en el crecimiento económico y en la mejora de la economía. Así, desde 1995 a 2003 la pensión mínima de los mayores de 65 años con cónyuge a cargo ha pasado de representar el 58% de la renta bruta per cápita al 52%. Y sin cónyuge, del 49,3 al 44,4%. En el caso de las pensiones no contributivas el tránsito ha sido del 32,8 al 29,8%; en total, un millón ochocientos mil jubilados, que tampoco en el 2004 verán mejoradas sus  prestaciones.

Nuestro país destina al pago de pensiones una proporción menor del PIB que la mayoría de los países europeos (2,3 puntos por debajo de la media). Y lo peor es que mientras este porcentaje se mantiene en Europa, en España se reduce. A idéntica conclusión se llega si la comparación se realiza teniendo en cuenta el gasto social dedicado a esta prestación por habitante tras homogeneizar por el poder de compra. El de nuestro país es el 62% del de la Unión Europea, y poco más del 50% del de países como Alemania, Italia o Dinamarca.

El catastrofismo en contra del sistema público de pensiones se basa en hipótesis tan discutibles como las proyecciones demográficas, en la ocultación de fenómenos tales como la incorporación de la mujer al mundo laboral o la inmigración, en premisas inaceptables como la de que las prestaciones deben financiarse exclusivamente con cotizaciones sociales prescindiendo de la aportación del Estado y por lo tanto de las otras figuras tributarias; pero fundamentalmente en intereses inconfesables y bastante bastardos, como los de reducir los gastos sociales o promocionar los fondos privados de pensiones, bocado muy apetitoso para las entidades financieras.