El
cepo de América Latina
La crisis
económica argentina ha gozado a lo largo de todo este año de amplia presencia
mediática en España. Nos interesaban especialmente las repercusiones sobre
nuestros mercados de valores. Y era lógico pensar que crisis financiera tan prolongada, sin respaldo
internacional, amén de hundir en el caos a la economía de aquella nación, antes
o después se propagaría al resto de América Latina. El contagio de Brasil y
Uruguay, e incluso de Chile y Paraguay, es ya todo un hecho.
Pero en realidad todas estas crisis que tendemos a
separar como acontecimientos independientes conforman tan sólo eslabones de un
proceso más amplio. Desde 1995, por partir de alguna fecha (podíamos habernos
remontado a 1980 con la crisis de la deuda mejicana), seísmos económicos han
ido sacudiendo sucesivamente a los países emergentes. México en 1995, el
Sudeste Asiático en 1997, Rusia en 1998, Brasil en 1999, Ecuador en 2000,
Argentina, Brasil, Uruguay… Como las fichas de un dominó, el impacto se va
transmitiendo de una economía a otra y retorna de nuevo a la primera sin que la
ayuda internacional o del FMI haya servido para otra
cosa que para prolongar la agonía o, digámoslo, salvar los intereses de los
inversores o prestamistas extranjeros.
Hay,
además, una característica en las crisis de estos años que tal vez las
diferencien de las del pasado. En la mayoría de los casos han golpeado a
naciones cuyo comportamiento económico –medido en los cánones de la ortodoxia
del FMI– era impecable. A finales de 1994, cuando el tequilazo, México aparecía como paradigma de país emergente que
abre su economía y comercio a la de todo el mundo. En 1993 había firmado el
tratado de libre comercio con EEUU y Canadá. Brasil, durante el gobierno de
Cardoso, ha ido observando escrupulosamente todos los requerimientos impuestos
por el Fondo. ¿Y qué decir de Argentina? Cumplía todas las condiciones de
Maastricht cuando no lo hacía ningún país europeo, excepto Luxemburgo.
A todos estos estados se les prometió que si hacían
sus deberes, como se suele afirmar de manera tan pretenciosa, el capital y los
mercados financieros premiarían sus esfuerzos. Debían abrir por completo sus
mercados y sus economías, permitir la libre circulación de capitales,
privatizar sus empresas y servicios públicos, ajustar sus presupuestos,
reduciendo los gastos sociales, los salarios, las pensiones y las obras
públicas, desregular los mercados laborales y garantizar los préstamos e
inversiones extranjeras mediante una moneda fuerte y estable.
Tantos sacrificios y privaciones que por
supuesto han recaído principalmente sobre las clases más necesitadas no han
servido para nada. En muchos casos se encuentran incluso peor que al principio,
con mayores deudas e indefensos ante los caprichos de los mercados financieros,
que inflan sus economías para, sin motivo aparente, salir corriendo más tarde
dejándolos convertidos en eriales. Según la CEPAL, 11 de los 18 estados
latinoamericanos sufrirán recesión en el presente ejercicio. El PIB de la
región experimentará un descenso cercano al 1% (Argentina el 13,5%), y el PIB
per cápita será un 2% inferior al de 1997, lo que representa media década
perdida.
El FMI y los defensores de su política no están
dispuestos a reconocer sus errores. No tienen ningún empacho, como ya hicieron
con el sudeste asiático, en verter todas las culpas sobre los países afectados
Se recurre a la corrupción, que sin duda se ha dado con profusión en todos
ellos; pero si fuese por corrupción bastantes de las hoy prósperas economías
occidentales se habrían hundido hace tiempo. Amén de que la corrupción siempre
presenta doble cara. Si alguien se vende es porque otro se encuentra dispuesto
a comprarle. En buena medida la corrupción en estos países se ha visto
propiciada por el propio modelo neoliberal que ha unido en una misma ciénaga a
los gobiernos que vendían las empresas públicas y a las compañías extranjeras
que las adquirían.
La dureza, fuera de toda lógica, que el Fondo ha
mostrado con Argentina tal vez tenga su explicación, tal como insinúa el premio
Nóbel Stiglitz, en el
interés que este organismo tiene por lavarse las manos, ya que casi todo el
mundo le imputa el fracaso argentino. Para salvar su responsabilidad intenta
mostrar la incapacidad de esta nación. En Latinoamérica circula un dicho: nunca
digas que sí al Fondo. Aquí se cumple el aforismo. Cada vez que Argentina
acepta una condición, el FMI le eleva el listón.
En el actual orden económico no existe solución para
el tercer mundo. En un contexto de libre circulación de capitales, el que un
país salga de la situación de pobreza no es un prodigio, es un milagro.
La teoría nos enseña que hay tres objetivos
incompatibles entre sí: disponer de una política monetaria discrecional y
autónoma, mantener un tipo de cambio fijo y
permitir la libre circulación de capitales renunciando a instrumentar
cualquier medida de control de cambios. Los gobiernos pueden escoger dos de
ellos, pero no los tres.
Con la finalidad de ofrecer garantías a los
inversores y acreedores internacionales, algunos países subdesarrollados han
optado por la dolarización o por otras formas similares de ligar su moneda al
dólar, cediendo así su política monetaria. El resultado ha venido a ser
catastrófico en la mayoría de los casos. La heterogeneidad entre la economía de
estos estados y la de los EEUU hace que sus intereses a menudo sean diferentes,
y no parece muy probable que el gobierno norteamericano esté dispuesto a
someter su política económica a otras conveniencias que no sean las suyas.
Antes o después, la pérdida de competitividad, principalmente frente a otros
países del entorno, y el coste en crecimiento y en empleo hacen insostenible la
situación, y tienen que optar o por la devaluación o por dejar flotar su moneda.
Pero esta segunda opción también se transforma en un
verdadero calvario. Dada la irracionalidad y desmesura que caracteriza a los
mercados financieros, las fluctuaciones en el tipo de cambio no siempre son
lógicas. Los países desarrollados padecen tales perturbaciones, por lo menos
hasta ahora, sin demasiado coste. Las devaluaciones a veces son excesivas pero
se terminan corrigiendo en un plazo prudencial. Muy distinto es lo que ocurre
en los países del tercer mundo. Son incapaces de contener la avalancha, una vez
que los mercados financieros han apostado en contra de su moneda, con
frecuencia sin motivo aparente. Las devaluaciones, lejos de calmar la salida de
dinero, la espolean. La situación de nuevo se hace insostenible, más aún cuando
tanto los estados como muchas empresas privadas se han endeudado en dólares.
Devaluaciones brutales y disparatadas conducen a la hiperinflación y al
empobrecimiento de la mayoría de la población, amén de complicar aún mucho más
la situación financiera.
Guste o no, el único camino que les queda a los
países subdesarrollados es la introducción, tal como insinúa Paul Krugman, de mecanismos de control de cambios. Camino desde
luego nada sencillo y que comporta problemas, en especial cuando en el nuevo
orden marcado por las potencias desarrolladas se ha impuesto la libre
circulación de capitales. Pero es la única vía posible, sobre todo si se sabe
administrar con moderación y su uso se flexibiliza hasta donde las condiciones
lo permitan. No es ninguna casualidad que los únicos dos grandes países que
escaparon a la crisis económica global, la India y China, tuviesen ambos
controles de capitales.
Por otra parte, conviene recordar que la
mayoría de los países occidentales han mantenido controles de cambios hasta
épocas relativamente recientes –1989 en España–, y que a muchos de ellos les
hubiera sido imposible desarrollarse en un contexto de libertad absoluta de
capitales. Por ejemplo, en nuestro país está claro que el desarrollo
difícilmente se habría producido de permitir que las divisas que entraban por una puerta provenientes de la emigración y del turismo se
fugasen por otra libremente. La deuda pública argentina es de unos 150.000
millones de dólares y existen depósitos e inversiones de argentinos en el
exterior por importe de 130.000 millones.
Las recetas que el FMI intenta imponer a los
países emergentes no serían aceptadas por ningún país desarrollado. Existe un
doble rasero pleno de hipocresía. Los países ricos esperan de los pobres que
apliquen políticas que ellos no están dispuesto a
implementar. En momentos de crisis o de atonía económica, los bancos centrales
tienden a bajar el precio del dinero y los gobiernos a mantener una política
presupuestaria expansiva, aunque sea simplemente por el juego de los
estabilizadores automáticos. La actual crisis económica constituye un buen
ejemplo. Nada de eso se les permite a
los países en desarrollo. Los programas del FMI les fuerzan a elevar de forma
brutal los tipos de interés con la finalidad fallida de antemano de evitar la
devaluación y la fuga de capitales, y les apremia a realizar enormes ajustes
fiscales aun cuando sus déficit no difieren apenas de
los países occidentales.
Se les obliga también a abrir drásticamente
su comercio invocando la teoría de la ventaja comparativa, teoría en la que en
realidad nadie cree, pues ningún país desarrollado está dispuesto a desarmarse
sin contrapartidas. La presunción de que el libre cambio cerraría aquellos
negocios en que el país fuese menos competitivo para abrir otros de mayor
productividad es una quimera. Unos, ciertamente, se cierran con el
correspondiente aumento del desempleo, pero los otros jamás se abren.
La política del FMI se orienta a garantizar
la inversión extranjera y el reembolso de los
préstamos. Hace tiempo que ya ni se molesta en cubrir las apariencias. Por eso muchas
de sus exigencias, tal como está ocurriendo actualmente en Argentina o en
Brasil, ni siquiera asumen el ropaje de medidas macroeconómicas sino que son
simple y llanamente condiciones jurídicas o políticas tendentes a defender los
intereses de las grandes empresas o de los bancos.
La mayoría de las veces las ayudas
económicas que concede el Fondo u otras instituciones no van destinadas a
solucionar los problemas económicos de los países que dicen querer asistir,
sino a que éstos paguen sus deudas, a evitar la suspensión de pagos. A menudo
el dinero no entra en el país en cuestión. Va de Washington a Washington.
Cuando se entiende esto, los países prestatarios, tal como afirma Stiglitz refiriéndose a Argentina, deberían situarse en una
posición de fuerza en la negociación “porque el daño de la insolvencia para el
balance de estas instituciones financieras, si no renegocian y vuelven a
prestar, es mayor que para Argentina que de todos modos no va obtener más
dinero”. Es aquello del chiste. Si usted debe un millón a un banco y no puede
pagar tiene un problema; pero si lo que debe son mil millones, el problema lo
tiene el banco. La deuda de los países emergentes es de muchos miles de
millones.
América Latina se encuentra en un laberinto
de difícil salida. No hay, desde luego, soluciones mágicas, pero sí existe una
certeza. La escapatoria será imposible mientras se continué manteniendo la
libre circulación de capitales y aceptando las condiciones del FMI.