El
copago sanitario
El
gasto público en sanidad no se libra de la ofensiva que desde hace treinta años
están sufriendo los gastos de protección social en la mayoría de los países, y
por supuesto también en España. Se aduce como justificación la tendencia creciente
que experimenta esta partida presupuestaria, y las dificultades que puede
presentar en el futuro su financiación. Es un hecho incuestionable que en este
periodo el gasto en sanidad ha crecido notablemente en todos los países
desarrollados. Pero esta aseveración no tendría por qué ser en sí misma motivo
de alarma o de zozobra, sino, más bien, aceptarse como algo razonable e incluso
positivo que el Estado debería incentivar.
La
sanidad es lo que se llama en Economía un bien superior. Su consumo aumenta con
la renta más que proporcionalmente, por lo que parece coherente que en los
distintos países, a medida que se incrementa el PIB, se dedique una mayor
proporción de este a gastos de salud. El desarrollo económico va en paralelo
con el desarrollo técnico. La aparición de nuevos descubrimientos y de una
tecnología cada vez más avanzada en el campo sanitario implica también que el
coste de estos servicios se eleve de manera significativa.
Por
otra parte, no cabe hablar de insuficiencia financiera. De una u otra forma,
las sociedades tendrán que detraer del PIB una parte cada vez mayor destinada a
cubrir este tipo de necesidades. El único problema radica en saber si la
provisión va a ser privada o pública, es decir, si se va a financiar a través
del precio o mediante impuestos.
El
hecho de que la sanidad sea privada en ningún caso reduce la proporción del PIB
que haya que destinar a ella. El caso más evidente es el de Estados Unidos,
donde el gasto sanitario por habitante es tres veces el de nuestro país, a pesar
de que una parte importante de la población no disfruta de la cobertura
necesaria (el 16,5 % carece por completo de protección y el 56 % dispone de
cobertura limitada).
No
parece, por otra parte, que España tenga un consumo excesivo en materia sanitaria.
Nuestro país ocupa en casi todos los índices de asistencia un puesto bajo.
Según datos de la OCDE, España dedicó en el año 2009, el 9,5 % del PIB a la
sanidad (pública y privada) con un gasto per cápita de 3.067 dólares por
persona y año. Dentro de la OCDE, se sitúa en la media en cuanto al porcentaje
de PIB que dedica a este capítulo, pero muy por debajo de la media de la Europa
de los 15 y de países como Estados Unidos (17,4 %), Holanda (12,0), Francia
(11,8), Alemania (11,6), Dinamarca (11,5), Canadá (11,4), Austria (11,0),
Bélgica (10,9), Nueva Zelanda (10,3), Portugal (10,1), Suiza (10,0), Reino
Unido (9,8), y parecido al de Grecia y al de Irlanda. La comparación empeorará
si el parámetro escogido es el gasto por habitante y año. Nuestro país se sitúa
entonces incluso por debajo de la media de la OCDE (3.223 dólares).
Conviene
señalar que la recesión económica ha disparado el porcentaje del PIB que España
dedica a sanidad. Del 7 % en 2007 al 9,5 % en 2009. La razón hay que buscarla,
sin embargo, no tanto en el incremento del numerador (gasto) como en el
descenso, o al menos estancamiento, del denominador (PIB). La evolución en
nuestro país del gasto público en sanidad no es desde luego nada satisfactoria,
y no ha seguido el mismo ritmo de crecimiento de la población española.
En
los momentos actuales, tras la crisis económica y el estropicio cometido al
pasar la competencia en la asistencia sanitaria a las Comunidades Autónomas,
vuelve a tomar fuerza la falacia de que no nos podemos permitir el actual gasto
sanitario, falacia porque, como se ha dicho, de una o de otra forma hay que
pagarlo y todo depende de qué presión fiscal queramos asumir. La alternativa
del copago es otra forma de financiarlo, pero mucho más regresiva que la
fiscal.
Cuando
se propone la modalidad del copago hay que tener claro qué es lo que se
pretende conseguir, si una forma de financiar el gasto sanitario o una manera
de moderar el consumo. Si la finalidad es esta última (y ese parece ser el
objetivo cuando nos referimos a él como cheque moderador), tendremos que
preguntarnos qué consumo se trata de moderar si el superfluo o el necesario.
Parece bastante claro que es precisamente sobre el necesario sobre el que
tendrá un efecto más palmario. Es muy dudoso que las clases medias y altas
renuncien a las prestaciones que creen necesarias, sobre todo si el cheque
tiene un carácter testimonial. Sin embargo, puede tener un fuerte carácter desincentivador para las clases bajas, en especial en los
tratamientos preventivos a los que todos los especialistas de la salud conceden
tanta relevancia.
La
pretensión de discriminar la aportación por la capacidad económica presenta
también grandes inconvenientes. De hecho, cualquier procedimiento de copago
suele acarrear un incremento en los costes administrativos que, en algunos
casos, puede terminar por absorber el ahorro buscado; pero el coste, además, se
hace prohibitivo cuando hay que discriminar en función de la capacidad
económica del contribuyente. Para eso está el IRPF. En Hacienda Pública está
casi todo inventado. Lo lógico es establecer fuertes impuestos progresivos y
prestaciones universales. Las prestaciones deben ser universales, en primer
lugar, por la complejidad que conlleva cualquier tipo de limitación y, en
segundo lugar, por una razón más de fondo, terminaríamos en una sanidad para
pobres y otra para ricos, una educación para pobres y otra para ricos. Cuando
los servicios públicos son usados únicamente por las clases modestas acaban
deteriorándose. La única forma de que exista una presión popular para su
correcto funcionamiento es que su utilización se extienda a las clases medias y
altas, ya que son las que crean opinión. El sistema fiscal posee suficientes
mecanismos para realizar una tarea discriminatoria.
La
financiación de la sanidad no debe plantearse, por tanto, al margen y separadamente
del problema de la financiación del sector público en su conjunto. Y puestos a
recortar partidas de gasto, no parece que tenga que ser la asistencia sanitaria
la elegida en primer lugar.
España
tiene hoy un fuerte potencial fiscal por desarrollar (nuestra presión fiscal es
seis puntos inferior a la Europa de los 15), y existen mecanismos para dotar a
nuestro sistema tributario de suficiente capacidad recaudatoria para financiar
no solo la sanidad sino la totalidad de los gastos sociales.