¿Quién
paga los platos rotos?
En los tiempos de
Uno que no es
supersticioso se inclina más por las explicaciones racionales; entre otros
motivos, porque así se pueden delimitar de forma más nítida las
responsabilidades. Si algo deja claro el incendio del Windsor es la falta de
razón que asiste a los apóstoles del neoliberalismo individualista, cuando con
el término de privado pretenden que cada uno disponga como le parezca de su
propiedad. En las sociedades desarrolladas no hay nada que pueda considerarse
en sentido estricto privado. Absolutamente todo, para bien o para mal, se
encuentra interrelacionado. No dudo de que a lo largo de estos años los dueños
del edificio habrán obtenido de él pingües beneficios,
por eso la pregunta que hay que plantearse es sobre quién recaen ahora los
costes.
Se supone que el
edificio estaría asegurado y que el seguro resarcirá a sus dueños, al menos
parcialmente, del valor del inmueble incendiado. La propiedad o el seguro
deberán hacer frente a la responsabilidad civil que se derive del siniestro,
entendida ésta como la obligación que todo ciudadano tiene de indemnizar por
los perjuicios que él o su propiedad inflijan a otros ciudadanos o a la
propiedad de éstos, aun cuando fuese de manera no intencionada y puramente
accidental. Y es aquí donde comienza el problema: ¿cuáles son los límites de la
responsabilidad civil?
Es bastante probable
que los propietarios de los edificios circundantes sean compensados por el
deterioro causado en los mismos. Quizás también empresas, tiendas y comercios
logren resarcirse del lucro cesante, al haber tenido que cerrar sus
establecimientos durante algunos días. Más difícil es que se les compense de
las molestias y de los deterioros en las cuentas de resultados que muchos de
ellos van a sufrir a lo largo de todo este año, plazo en el que se cifra la
demolición del Windsor. Pero lo que sin duda es seguro es que nadie asumirá el
coste, enorme coste, que la mayoría de los madrileños, empezando por los que
viven o trabajan en la zona, han padecido estos días y van a seguir padeciendo
aún durante muchos meses. ¿Quién asume el coste de los atascos, el tiempo
perdido, las calles cortadas, la carencia de metro o de trenes de cercanías?
¿Cuántos ciudadanos han visto y continuarán viendo durante largo tiempo
distorsionada su vida cotidiana por algo en lo que no han tenido arte ni parte?
Desde luego, ninguno de ellos ha participado en los beneficios generados por
este rascacielos o por cualquier otro parecido.
Para designar todos
estos efectos negativos sobre la sociedad y que no asumen los dueños de los
bienes o de las explotaciones, los economistas empleamos el término siempre
aséptico de deseconomías externas. El pensamiento
único del neoliberalismo económico coloca al mercado y a la rentabilidad como
jueces supremos, pero un análisis en profundidad tal vez nos descubriese que
muchas de aquellas actividades o bienes que consideramos rentables sólo lo son
porque no les imputamos la totalidad de los costes sociales que comportan y,
viceversa, actividades que tildamos de no rentables lo serían si tuviésemos en
cuenta los beneficios sociales que acarrean.
La presidenta de