¿Quién paga los platos rotos?

En los tiempos de la Expo de Sevilla, un amigo del sur me ilustraba sobre los distintos niveles de cenizos. En su tierra se clasificaban, de menor a mayor, en gafecillos, gafes y marmolillos. A Yáñez se le aplicaba el calificativo de marmolillo. Me temo que como esto siga así los madrileños van a retomar este apelativo para concedérselo a su alcalde. Ha sido empezar a airear la candidatura del Madrid olímpico y ocurrir todo tipo de desastres en la capital.

Uno que no es supersticioso se inclina más por las explicaciones racionales; entre otros motivos, porque así se pueden delimitar de forma más nítida las responsabilidades. Si algo deja claro el incendio del Windsor es la falta de razón que asiste a los apóstoles del neoliberalismo individualista, cuando con el término de privado pretenden que cada uno disponga como le parezca de su propiedad. En las sociedades desarrolladas no hay nada que pueda considerarse en sentido estricto privado. Absolutamente todo, para bien o para mal, se encuentra interrelacionado. No dudo de que a lo largo de estos años los dueños del edificio habrán obtenido de él pingües beneficios, por eso la pregunta que hay que plantearse es sobre quién recaen ahora los costes.

Se supone que el edificio estaría asegurado y que el seguro resarcirá a sus dueños, al menos parcialmente, del valor del inmueble incendiado. La propiedad o el seguro deberán hacer frente a la responsabilidad civil que se derive del siniestro, entendida ésta como la obligación que todo ciudadano tiene de indemnizar por los perjuicios que él o su propiedad inflijan a otros ciudadanos o a la propiedad de éstos, aun cuando fuese de manera no intencionada y puramente accidental. Y es aquí donde comienza el problema: ¿cuáles son los límites de la responsabilidad civil?

Es bastante probable que los propietarios de los edificios circundantes sean compensados por el deterioro causado en los mismos. Quizás también empresas, tiendas y comercios logren resarcirse del lucro cesante, al haber tenido que cerrar sus establecimientos durante algunos días. Más difícil es que se les compense de las molestias y de los deterioros en las cuentas de resultados que muchos de ellos van a sufrir a lo largo de todo este año, plazo en el que se cifra la demolición del Windsor. Pero lo que sin duda es seguro es que nadie asumirá el coste, enorme coste, que la mayoría de los madrileños, empezando por los que viven o trabajan en la zona, han padecido estos días y van a seguir padeciendo aún durante muchos meses. ¿Quién asume el coste de los atascos, el tiempo perdido, las calles cortadas, la carencia de metro o de trenes de cercanías? ¿Cuántos ciudadanos han visto y continuarán viendo durante largo tiempo distorsionada su vida cotidiana por algo en lo que no han tenido arte ni parte? Desde luego, ninguno de ellos ha participado en los beneficios generados por este rascacielos o por cualquier otro parecido.

Para designar todos estos efectos negativos sobre la sociedad y que no asumen los dueños de los bienes o de las explotaciones, los economistas empleamos el término siempre aséptico de deseconomías externas. El pensamiento único del neoliberalismo económico coloca al mercado y a la rentabilidad como jueces supremos, pero un análisis en profundidad tal vez nos descubriese que muchas de aquellas actividades o bienes que consideramos rentables sólo lo son porque no les imputamos la totalidad de los costes sociales que comportan y, viceversa, actividades que tildamos de no rentables lo serían si tuviésemos en cuenta los beneficios sociales que acarrean.

La presidenta de la Comunidad de Madrid ha anunciado una nueva normativa de seguridad para los edificios de altura superior a 80 metros. Lo primero que a uno se le ocurre es preguntarse cómo tal normativa no estaba ya en vigor y si siempre hay que esperar a que truene para acordarse de Santa Bárbara. Pero hay tal vez una cuestión más de fondo, ¿acaso no deberían cancelarse todas las licencias para edificar rascacielos? Habrá alguien que diga que lo del Windsor ha sido un accidente y si fuésemos a prohibir todo lo que presenta riesgo no podríamos vivir. Pero el tema no es ése. Se trata de elegir entre edificios de ocho plantas o de treinta. Es indudable que para la propiedad resultan mucho más rentables los últimos, especialmente si están en La Castellana, pero ¿acaso el motivo de que sean más rentables no radica precisamente en que no asumen los costes totales que un edificio de estas características conlleva? ¿Sería posible mantener un rascacielos si se obligase a la propiedad a suscribir un seguro que cubriese por completo los costes sociales que se producirían de un hipotético incendio, tal como ha ocurrido con el Windsor? La pregunta es plenamente pertinente cuando se proyecta construir varias torres en los terrenos de la ciudad deportiva del Real Madrid en una de las operaciones más bochornosas acometidas por el Ayuntamiento y la Comunidad.