Enron
y Arthur Andersen
Para muchos americanos el 11-S significó en
buena medida la quiebra de sus seguridades políticas. Descubrieron que los
imperios también son vulnerables. Estados Unidos había sido atacado en su
propio territorio. Por eso, quizás están reaccionando con tanta rabia,
colocándose por montera todo el ordenamiento jurídico internacional y
prescindiendo en su teórica lucha contra el terrorismo de los más elementales
derechos humanos.
Pero si el 11-S ha hecho tambalearse las
seguridades políticas, la quiebra de Enron ha hecho desaparecer las económicas.
En pocos días hemos visto derrumbarse un gigante económico, arrastrando tras de
sí los ahorros y futuras pensiones de miles de americanos. Cada día aparecen
nuevas complicidades y son muchas las personalidades e instituciones cuyas
vergüenzas han quedado al descubierto. En primer lugar, los gobernantes y
políticos hipotecados desde siempre a los intereses de las grandes compañías
que financian sus campañas. Y, en segundo lugar pero no en el último, el
sistema de auditorías, apareciendo la mierda que lo atesta.
Muchos serán los que se hayan quedado
pasmados, pareciéndoles imposible que uno de los mayores colosos del sistema
capitalista, de la noche a la mañana, se haya venido abajo; y, no obstante, si
poseyésemos mayor perspectiva histórica sabríamos que fenómenos similares han
ocurrido más a menudo de lo que pensamos. El sistema capitalista de hoy se
encuentra con las mismas contradicciones que el de ayer y retorna a situaciones
que consideramos ya superadas. Muchas de las afirmaciones de Marx que se
juzgaban erróneas, vuelven a tener sentido.
La libertad absoluta, tal como postula el
libre cambio, aplicada a los mercados, convierte a estos en ingobernables,
anárquicos, irracionales y paradójicos, por lo menos a corto plazo. La
acumulación capitalista mediante un proceso de fusiones y absorciones, origina
que un gran número de sectores productivos se configuren como monopolios u
oligopolios de hecho, al quedar en manos de muy pocas empresas, grandes
mastodontes en los que la gestión esta divorciada de la propiedad.
En estos gigantes empresariales, los
administradores, en el mejor de los casos, son dueños tan sólo de una parte
insignificante del capital, pero ello no es óbice para que acumulen un inmenso
poder, muy superior desde luego al que le podía corresponder por su propiedad.
Deciden, en realidad, en nombre de un número enorme de terceros: accionistas,
depositantes, empleados, acreedores, que tan sólo pueden adoptar una postura
pasiva, carecen de la información precisa y de toda capacidad para controlar la
marcha de la empresa y, por lo tanto, la de sus intereses.
Este estado de cosas, entra en contradicción
hasta con los principios del sistema capitalista, por ello desde mucho tiempo
atrás se han intentado buscar soluciones. Tras la gran depresión, EEUU ha ido
introduciendo el sistema de auditorías y de ahí, poco a poco, se ha exportado a
otros muchos países, en concreto en época muy reciente a España. La finalidad
resulta clara. Se pretende que un profesional independiente actúe de notario y
certifique acerca de la veracidad de las cuentas y, por lo tanto, si los
estados financieros son reflejo fiel de la realidad. Al menos con ello todos
los interesados en la marcha de la empresa tendrán información adecuada.
El problema y lo realmente difícil surge con
el término - y sobre todo con la realidad- "profesionales
independientes". Desde el momento que los auditores perciben las
remuneraciones por su servicio, de la empresa auditada, y que ésta, además,
puede escoger entre una u otra firma, se crea una situación de subordinación y
dependencia, tanto más cuanto que en muchos casos, como ha ocurrido con Arthur
Andersen en Enron, se contrata, amén de los servicios de auditoría, los de
consultoría y asesoría.
Pero el comportamiento de Arthur Andersen en
Enron no constituye un caso aislado. Sin ir mas lejos,
en nuestro país en todas las ocasiones en que ha surgido un escándalo
financiero: Banesto, PSV, Gescartera, etcétera, la
auditoría no ha dado la voz de alarma. La agravante radica en que aquí, lejos
de disponernos a modificar el sistema, adoptando mecanismos para controlar a
los auditores, exigirles responsabilidades y evitar que vuelvan a darse
situaciones como las comentadas, se camina en dirección opuesta. Hace ya
algunos años, el Parlamento dejó sin vigencia la obligación establecida
prudentemente por Ley de que ninguna empresa podía contratar a la misma firma
auditora más de nueve años seguidos, y ahora llegan noticias de que se quiere
implantar la autorregulación, o lo que es lo mismo que sean los propios
auditores los que juzguen y pidan responsabilidad a los auditores.
Y digo yo, puestas así las cosas ¿por qué no
suprimimos la obligación de auditarse?, al menos las empresas tendrían menores
costes y no engañaríamos a nadie.