El precio de la gasolina
Anda todo
el mundo indignado con el precio que vienen alcanzando los carburantes. Y la
verdad es que están casi por las nubes. Pero en esto, como en todo, existe
bastante confusión y las soluciones propuestas por esos "arreglalotodo" de tertulia son harto peores que la
enfermedad.
El
petróleo es un producto escaso cuyas reservas, antes o después, terminarán por
agotarse. ¿Puede extrañarnos, por tanto, que los países productores pretendan
limitar la producción con la consiguiente elevación de precios, tanto más
cuanto que la mayoría de ellos son países relativamente pobres que contemplan
con envidia e indignación el despilfarro consumista del mundo satisfecho?
Lo que sí
resulta indignante es que, aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid,
las grandes compañías petroleras hagan el agosto. Aunque lo cierto es que lo hacen tanto si el precio del crudo sube como si baja. La
diferencia estriba en que en este último caso sus beneficios pasan más
inadvertidos, al ser en apariencia menos onerosos para el consumidor. En el
mercado del petróleo la competencia es una quimera, y la teórica
liberalización, una falacia. Las prácticas oligopolísticas
se dan en todos los países por más que los distintos gobiernos pretendan
evitarlas. Las empresas imponen precios y el ciudadano carece de cualquier
defensa posible.
Ante esta
situación, algunos recurren como siempre a la bajada de impuestos. Echan la
culpa al Estado e insisten una y otra vez en la enorme carga fiscal que grava
los carburantes. Es verdad que el precio pagado por el consumidor tiene un
fuerte componente impositivo, pero existen para ello razones más que sobradas.
Los derivados del petróleo producen efectos nocivos sobre el medio ambiente,
generando fuertes deseconomías externas cuyo coste
deberá repercutirse, aunque sea parcialmente, en los precios. Y en los precios
es necesario repercutir también múltiples gastos que el sector público realiza
asociados al uso del automóvil, desde el mantenimiento de la red de carreteras hasta
los de la organización del tráfico o los que resultan de sus accidentes.
Con las
primeras lecciones de Teoría Económica se aprende que los recursos son escasos,
y que es preciso elegir. Mantequilla o cañones, señalaba el ejemplo clásico.
Automóviles o autopistas. No se trata de tener una gasolina barata a condición
de carecer de carreteras. Automóviles o pensiones; automóviles o sanidad. En
nuestras sociedades existe una saturación del transporte privado. No parece que
lo que haya que promocionar sea el consumo de gasolina frente a otros bienes.
Incluso cuando se trata de la agricultura o del transporte de mercancías lo
lógico es que el precio de los productos soporte su verdadero coste.
No, no
tiene sentido abogar por una gasolina barata. El problema no radica en el
elevado precio de los carburantes. Habremos de acostumbrarnos a ello. El
problema deriva de que los mayores recursos generados por el petróleo, lejos de
orientarse a las economías de los países productores –la mayoría de ellas
débiles– o a los presupuestos de los Estados consumidores, se dirigen a
engordar las cuentas de resultados de las grandes compañías que controlan el
mercado.