La
encrucijada económica del nuevo gobierno
Ha venido siendo un lugar común asegurar que Clinton
ganó a Bush padre al grito de “¡la economía, estúpidos, la economía!”. Muy
distinto de lo acaecido en las últimas elecciones en España. La economía poco o
nada ha tenido que ver en el triunfo de Zapatero. Es por ello, y quizás también
porque el PSOE en la oposición no ha sabido o no ha querido articular una
alternativa, por lo que ha quedado flotando en la opinión pública, o más
concretamente en la opinión publicada, el buen hacer en esta materia del
Partido Popular, y la situación excepcional de la que gozamos en estos momentos
en España.
Tildar una
política económica de buena o de mala siempre resulta equívoco. Buena o mala
¿para quién? La política económica nunca es neutral. Es posible que la
instrumentada por el Gobierno del PP haya sido muy beneficiosa para muchos
ciudadanos, aquellos que pertenecen a los estratos altos y medio altos, quizás
todos los que crean opinión; pero no estoy muy seguro de que pueda percibirla
así la gran mayoría de los españoles.
La forma
más certera de equivocarse a la hora de juzgar una situación económica es
predicarla de un determinado partido o gobierno. Sus apologistas no encontrarán
más que perfección y sus detractores, defectos y calamidades. Además, la
realidad económica es continua, y por tanto parece imposible trazar una línea
divisoria entre uno y otro gobierno, tanto más cuanto que los efectos y
resultados se desplazan a menudo en el tiempo, apareciendo con grandes desfases
respecto a cuando se adoptaron las medidas. Concretamente en nuestro país,
desde la Transición, para bien o para mal, apenas hay diferencia en las
políticas económicas aplicadas, y la progresiva integración europea hace que
los resultados vengan determinados en buena medida por variables externas.
Por todo
ello y, sobre todo, porque una vez celebradas las elecciones y habiendo perdido
el poder el PP no parece que tenga demasiado interés enjuiciar su actuación; lo
que sin embargo sí puede tener relevancia es analizar el escenario actual y los
retos e incertidumbres a los que se tendrá que enfrentar el nuevo Gobierno. Si
da por buena la opinión bastante generalizada de que vivimos en materia
económica en el mejor de los mundos posibles, va a tener enormes dificultades a
la hora de justificar los problemas con los que sin duda se va a encontrar.
Desde hace
diez años, la economía española viene creciendo ininterrumpidamente con tasas
bastante aceptables, superiores, es cierto, a las de los países más ricos de la
Unión, pero parecidas a las de aquellos que partían de situaciones similares a
la nuestra, es decir, los de menores ingresos. Ha sido tradicional que nuestra
economía crezca por encima de la media europea, excepto en los años de recesión
mundial en los que se solía invertir la tendencia. El caso más próximo, en
1993. Mucho tuvo que ver en esta crisis la aplicación de una política monetaria
equivocada con altos tipos de interés y el mantenimiento de una peseta
sobrevalorada.
Cuatro devaluaciones nos sacaron del foso, y el
nuevo tipo de cambio fijado, bastante más realista y con el que entramos en el
euro, ha sido claramente una de las variables que han influido en el
crecimiento sostenido de estos años. El carecer de una política monetaria
autónoma también ha sido un factor determinante, al no poder ésta ahogar el
crecimiento como hubiese ocurrido con toda probabilidad al desviarse nuestra
inflación de la media europea.
La
pertenencia a la Unión Monetaria ha modificado las circunstancias de etapas
anteriores. Por una parte, nos está dotando de tipos de interés más reducidos
que los que habría mantenido el Banco de España; pero, por otra, los
diferenciales de inflación se vuelven más peligrosos dado que, como no pueden
compensarse con modificaciones en el tipo de cambio, nos hacen perder
competitividad frente al exterior. El último dato del IPC (2,1%) no debe
confundirnos al respecto y llevarnos a pensar que el problema está solucionado.
Si nuestra inflación se ha reducido, también y en igual medida lo ha hecho la
del resto de los países europeos, con lo que la diferencia subsiste. La
gravedad de la inflación no radica tanto en su valor absoluto como en que sea
superior a la de nuestros competidores.
Nuestra economía ha tenido permanentemente un
problema de precios que se ha venido ajustando vía depreciación del tipo de
cambio. Esta posibilidad ha desaparecido con el euro y, además, se ha agotado
ya el potencial heredado por las devaluaciones de 1993, con lo que la pérdida
de competitividad aparece de forma evidente en el déficit de la balanza por
cuenta corriente que alcanza niveles muy alarmantes. Éste va ser sin duda uno
de los principales retos del nuevo Ejecutivo. Y va a ser difícil que un
gobierno que se proclama de izquierdas continúe exigiendo que sean los
trabajadores los que paguen el coste de que la inflación no se dispare. Todos
los gobiernos han ofrecido como solución la liberalización de los servicios,
pero lo cierto es que ésta nunca llega, tal vez porque resulte más fácil
decirlo que hacerlo.
El modelo de crecimiento seguido se ha basado en una
mano de obra barata -favorecida en cierto sentido por el fenómeno de la
emigración-, en el consumo de las familias con su consiguiente endeudamiento y
en el boom de la construcción.
Un elemento positivo es el considerable número de
puestos de trabajo creados, pero esto se ha logrado a costa de una baja
productividad (las tasas de esta variable se cuentan entre las más reducidas de
los últimos cincuenta años) y de precarizar por tanto todo el mercado laboral.
El dato más llamativo es que, habiendo aumentado -en unidades equivalentes de empleo a tiempo completos- en tres millones el número de
asalariados, un 26%, la participación de la remuneración de los trabajadores en
la renta nacional no se haya incrementado, sino que por el contrario se ha
reducido en algunas décimas.
Esta situación difícilmente puede perdurar. Frente a
los nuevos países que se incorporan a Europa, es quimérico basar la
competitividad en el bajo coste de la mano de obra. Por otra parte, el nuevo
Gobierno deberá hacer un guiño a los trabajadores que constituyen en gran
medida su base electoral, y corregir de alguna forma las deficientes
condiciones laborales. El PSOE ha afirmado ya que quiere subsanar la
temporalidad, lo que se complementa con la denuncia que viene haciendo de la
baja productividad y la necesidad de incrementar la inversión en I+D, que en
porcentaje sobre el PIB se encuentra en la mitad de la que por término medio
realizan los países europeos. La cuestión, sin embargo, no es nada sencilla.
España continúa a la cabeza de Europa en tasa de paro, pero crear empleo al
ritmo de estos años e incrementar al mismo tiempo la tasa de productividad
exigiría porcentajes de crecimiento económico mucho más elevados.
Uno de los aspectos más problemáticos de la actual
coyuntura lo constituye el desorbitado precio que ha adquirido la vivienda, con
el consiguiente endeudamiento y empobrecimiento de las familias, que tienen que
dedicar una parte cada vez mayor de su renta a esta finalidad. El futuro
presidente del Gobierno ha llamado la atención a menudo sobre este problema,
incluso ha anunciado que va a crear un Ministerio de la Vivienda. Las
situaciones, no obstante, suelen ser difícilmente reversibles. Podría haberse evitado la formación de la burbuja inmobiliaria pero,
una vez generada, la salida resulta ardua, en especial en un mercado como éste
en el que la mayoría de la inversión se materializa en la propia vivienda y en
el que el grado de apalancamiento es muy elevado. Un pinchazo del globo con un
descenso brusco del precio acarrearía unos efectos desastrosos. Lo que sí se
puede evitar es que la tendencia alcista continúe, pero ello no se soluciona
sólo con reformas de organización administrativa, sino arriesgándose a
contrariar intereses económicos muy poderosos.
Las cuentas públicas presentan en la actualidad una
situación de equilibrio. Al margen de mecanismos más o menos ingeniosos para
disfrazar el déficit, tal como el que se propone emplear la presidenta de
Madrid para la construcción de los ocho hospitales anunciados, lo cierto es que
el endeudamiento público se ha reducido de manera sustancial. Pero detrás de
este hecho se encuentra todo el proceso de privatizaciones. La situación de cualquier
unidad económica se mide no sólo por lo que debe sino también por lo que tiene.
El sector público debe menos pero también posee menos activos financieros, se
ha desprendido de la participación en empresas muy rentables y estratégicas. El
hecho de que ahora estén en manos privadas hace al Estado bastante más
vulnerable y desarma al Gobierno a la hora de instrumentar su política
económica. Por otra parte, el menor endeudamiento público se ha compensado con
creces con un mayor endeudamiento de las familias con el correspondiente
impacto, ya indicado, en el déficit exterior, variable que es la verdaderamente
estratégica.
Desde una óptica de izquierdas, uno de los aspectos
críticos de los últimos años es la actual política fiscal y presupuestaria. El
sistema tributario ha acentuado mucho su regresividad, al primar los impuestos
indirectos sobre los directos y más concretamente sobre el IRPF, cuya
recaudación ha pasado de ser el 38% de todos los ingresos en 1995 al 31% en
2002. Las distintas reformas de este gravamen han beneficiado a las rentas
altas y sobre todo a las de capital, a través del trato privilegiado concedido
a las plusvalías. Una desmesurada obsesión por el déficit cero, unida a las
continuas rebajas en la imposición directa, han reducido la suficiencia del
sistema con la paralela traducción en las partidas de gastos, en especial en
las prestaciones y servicios sociales.
A lo largo de los diez últimos años, en materia de
protección social, lejos de converger, nos hemos alejado de Europa. En los
momentos actuales dedicamos siete puntos del PIB menos que la media europea a
gastos sociales, una brecha enorme que afecta prácticamente a todas las
prestaciones: sanidad, pensiones, familia, desempleo, etcétera. Quizás el dato
más significativo del modelo económico seguido consiste en comprobar cómo, si
bien el PIB por habitante se ha acercado a la media europea (pasando del 79,6%
al 83%), el gasto social por habitante corregido por el poder de compra se ha
alejado, del 62,4% al 60,3%.
La política redistributiva se puede considerar la
faceta más negativa del anterior Gobierno, pero también el mayor reto del
nuevo. Será difícil que el electorado del PSOE asuma que la política social va
a mantenerse en los mismos parámetros, tan alejada de la media europea. Pero
toda convergencia con Europa en esta materia precisa de cuantiosos recursos. El
sistema tributario español tiene potencial para facilitarlos, no en vano
nuestra presión fiscal es también muy inferior a la media europea; pero estos
planteamientos chocan con los mantenidos por el partido socialista en la
campaña electoral. De otro lado, la pretensión de aprobar nuevos estatutos de
autonomía con mayores cotas de desvertebración fiscal complica el escenario.
No cabe duda de que en un primer momento el PSOE
puede contentar a sus votantes con temas tales como el regreso de las tropas de
Irak, el aborto, las parejas de hecho o la enseñanza de la religión; pero,
antes o después, alguien gritará “¡la economía, estúpidos, la economía!”. Y
será en este campo, y dependiendo de su respuesta, donde podrá calibrarse si
este gobierno es realmente un gobierno de izquierdas.