Divorcio a gogó

La Ley del divorcio actual cuenta ya con 25 años de antigüedad, por lo que resulta razonable su reforma, tanto más en cuanto que fue una ley tímida, como casi todo en nuestra democracia, surgida en la Transición, vigilada, a hurtadillas, aprobada casi con mala conciencia. Hay que ver cómo pusieron al pobre Fernández Ordóñez los herederos del antiguo régimen, que eran muchos; bueno, como ahora, con la única diferencia de que ahora están disfrazados. Suscitó todo tipo de críticas y de reacciones en contra: la Iglesia, la antigua Alianza Popular , incluso parte de la extinta UCD. Faltó poco para que excomulgasen al ministro de Justicia.

La Ley se aprobó con todo tipo de salvaguardas y de cortapisas, para que molestase lo menos posible. Es pues lógico que se reforme, incluso que se hubiese reformado mucho antes. Tan lógico como el no hacer pasar a los demandantes por dos procesos consecutivos con el coste que conlleva, y el consiguiente negocio para abogados y procuradores. Quizás por eso la Ley no se ha cambiado antes. La justicia en nuestro país es todo menos gratuita. Me lo decía el otro día un amigo que de divorcios entiende mucho. “¿Sabes por cuánto sale divorciarse? Un millón de pesetas por cada cónyuge y por cada proceso, el de separación y el de divorcio”. Y eso, estando los dos de acuerdo.

Parece también bastante coherente que para separarse no sea preciso contar milongas ni acusar al contrario de infidelidad, malos tratos, crueldad o cosas por el estilo. Bien es verdad que la práctica judicial había dejado sin efecto estos rancios preceptos, porque siempre se podía aducir crueldad mental, que resulta bastante indemostrable. Todo esto no tiene mucho sentido, desde luego, cuando ambos cónyuges están de acuerdo, pero incluso tampoco cuando tan sólo sea uno el que lo desee. A nadie se le puede obligar a convivir con quien no quiere.

Aunque puestos a ser coherentes, ¿por qué no lo somos del todo? ¿Y por qué no abolimos de una vez el matrimonio? No nos dejemos asustar por las palabras y consideremos en serio los hechos. Los detractores del nuevo proyecto han afirmado que con él todos los matrimonios se trasforman en parejas de hecho; y un poco de razón tienen, porque si el divorcio resulta automático en cuanto lo reclama uno de los cónyuges, apenas se da diferencia sustancial con las parejas de hecho. Pero ¿acaso el derecho tiene algo que decir respecto a las parejas, a los tríos o a los cuartetos? Vivimos el cenit del liberalismo, hay quien pone el grito en el cielo en cuanto el Estado interviene en cualquier faceta económica, pero encuentran de lo más justificado que meta las narices en nuestra alcoba o en nuestra cama.

El derecho matrimonial encontraba principalmente su razón de ser en la división del trabajo que se daba en la familia, del que se deducían relaciones patrimoniales y económicas que el Estado debía tutelar. La incorporación de la mujer al mundo laboral, la igualdad entre géneros –tan justamente exigida por las feministas, pero a menudo repudiada por ellas mismas en cuanto las perjudica, por ejemplo en el tema de la custodia compartida–, el hecho de que el divorcio se produzca en cuanto uno de los consortes lo exija, convierten al matrimonio en una cuestión de dos en la que el juez tiene muy poco que decir. Cosa muy diferente es el asunto de los hijos, pero en este caso se precisa de un derecho del menor y no de la familia.

Respecto al matrimonio, al igual que en otros muchos temas, estamos en medio del camino, y sufrimos las contradicciones que se producen entre lo nuevo y lo viejo. Modificamos aspectos que nos parecen absurdos, pero no nos atrevemos a extraer todas sus conclusiones. El Tribunal Constitucional asentó el principio de la individualidad en materia de tributación, y sin embargo la unidad económica se continúa manteniendo a efectos de prestaciones. La pensión de viudedad tenía toda su lógica en la familia tradicional en la que únicamente solo uno de los cónyuges trabajaba por cuenta ajena, pero ¿qué sentido tiene cuando los dos están en el mercado laboral? Muy distinto, desde luego, es el caso de la pensión de orfandad.

La vicepresidenta del Gobierno afirmó que si a nadie se le exigen razones para casarse, ¿por qué se le van a pedir para separarse?. Parece bastante congruente. Existe únicamente una pequeña diferencia. Para el matrimonio se precisa el consenso; para la separación, no. Basta tan solo con la voluntad de uno de los consortes. Lo encuentro razonable con tal de que fuese el cónyuge que rompe el contrato, si es que de un contrato se trata, quien asumiera principalmente el coste de la separación. Hasta ahora, por regla general, no ha sido así. Prisioneros de los principios antiguos, si la mujer reclamaba el divorcio, era el marido el que debía abandonar la casa, los hijos y asumir el coste de una pensión.

El Gobierno anunció tímidamente que el nuevo proyecto iba a contemplar la custodia compartida. Gran revuelo entre las asociaciones feministas. El ministro de Justicia se ha visto obligado a dar marcha atrás. Sólo en el caso en que ambos cónyuges estén de acuerdo. Para ser lógico, hubiera debido añadir que en caso contrario la custodia sería para el que no se opone. Pero me temo que no va a ser ésta la intención. Y es que no somos consecuentes y no extraemos de los principios todas sus conclusiones, tampoco del de la igualdad de hombres y mujeres tan reiteradamente demandado.