Tiempo
de revoluciones
Resulta bastante difícil saber qué hay que admirar
más, si la desfachatez de los americanos pretendiendo que otros asuman el coste
de lo que ellos han destruido o el cinismo de Rusia, Francia o Alemania que,
después de tantos tiras y aflojas, terminan por dar su aquiescencia en la ONU a
una resolución que legitima, si no la invasión, sí la ocupación de Irak, al
tiempo que ellos se niegan a colaborar en la reconstrucción. No aportarán ni
dinero ni soldados. Votan que sí, pero que sean otros los que corran con los
gastos.
España sí correrá con los gastos, porque en esta
nueva edición del por el Imperio hacia Dios en la que nos
movemos, y arrastrados por la megalomanía de creernos una potencia de primer
orden, estamos dispuestos a meternos en todos los charcos que otros más astutos
evitan. Enviamos a nuestros soldados a que participen en una ocupación injusta
y destinamos cerca de 50.000 millones de pesetas del presupuesto a reconstruir
lo que antes hemos colaborado a destruir. Todo ello tampoco va a salirle gratis
al contribuyente español, además de conseguir el honor de pasar a engrosar la
lista de objetivos de Bin Laden.
En
realidad, no hay motivo para sorprenderse por la resolución aprobada por la
ONU. Sólo los ingenuos pueden pensar que el Consejo de Seguridad se mueve por
motivos distintos que los de apoyar los intereses de los poderosos. Los
partidarios de la guerra se encargaron de recordárnoslo cuando el Consejo de
Seguridad se negaba a sancionar la invasión. El derecho de veto y la existencia
de socios permanentes transforma las decisiones en una
mascarada. Israel puede, con total impunidad, practicar el terrorismo de Estado
más execrable. Jamás será condenado por la ONU gracias al veto de EEUU.
La tan
cacareada comunidad internacional y su pretendida legalidad constituyen tan
sólo una parodia, una comedia bien urdida que intenta ocultar que el orden
establecido es el impuesto por la ley del más fuerte. Los votos se compran y
ninguna otra potencia va a enfrentarse a fondo con el imperio. La única limitación proviene, como ha ocurrido siempre a
lo largo de la historia, de los desesperados. ¿Puede extrañarnos acaso que el
odio y el rencor se vayan acumulando en las sociedades islámicas frente a todo
lo occidental? ¿Es posible que nos sorprenda que surjan por aquí y por allá
movimientos de resistencia dispuestos a emplear todos los medios a su alcance
para vengarse de los miles de agravios y atropellos que consideran que se les
están infligiendo? ¿Podemos imaginar la cantidad de odio que se necesita para
convertirse en terrorista suicida y superar el instinto más fuerte de todo ser
viviente, el de su propia supervivencia? ¿Alguien les podrá reprochar quizá que
los métodos no sean demasiado limpios?
Las
revoluciones nunca son pulcras. Mientras el mundo islámico practica el
terrorismo, que en los momentos actuales se está convirtiendo en una nueva
forma de revolución, Bolivia ha encarado una revolución de corte clásico.
Bolivia que como afirman los bolivianos está tan cerca del cielo y tan olvidada
de Dios, con dos tercios de sus habitantes en la miseria y unos pocos criollos
dilapidando los recursos nacionales. La revolución se dirigía en primera
instancia contra Sánchez de Lozada, pero en segunda instancia contra Estados
Unidos del que el primero constituía un simple títere. La chispa saltó con la
exportación de gas a California. Pero detrás estaba la estrategia de Bush
contra los cocaleros, la incorporación sin condiciones a la zona de libre
comercio de las Américas y los ajustes de prescritos por el FMI. La política
del Fondo ha generado más revoluciones que cualquier teoría marxista.
El cinco por ciento de la
población, los satisfechos, podrán imponer su orden y su política al resto, lo
que difícilmente van a conseguir es que el resto lo acepte de forma pacífica.
Cuando se condena a la opresión y a la miseria a gran parte de la humanidad, el
orden instaurado puede ser todo menos estable y la violencia, de una u otra
forma, siempre estará presente.