El
pacto de estabilidad en Estado de sitio
¿Alguien pensaba que las cosas en Europa se iban a
desarrollar de otra manera? Alemania, Francia e Italia (cerca del 70% del PIB
comunitario) tienen serios problemas para cumplir el Pacto de Estabilidad, y ha
faltado tiempo para flexibilizarlo. Prodi ha ido más allá y lo ha calificado de
estupidez, de imposición de Alemania, más bien –diría yo– del Bundesbank, al
resto de los países miembros. Buena ocasión para plantearnos la consistencia
teórica del pacto y en qué se fundamenta el dogma del déficit cero.
El discurso oficial, en su intento de anatematizar
el déficit público, le recrimina que eleva los tipos de interés con lo que
reduce el crecimiento, y, al mismo tiempo, que es inflacionario y, además,
expulsa a la iniciativa privada, el denominado crowding
out. Todo ello se afirma, claro está, como si
fuese evidente en todo tiempo y lugar y no se precisase la menor prueba ni
demostración.
En respuesta, antes que nada, habría que decir que deben escoger. Todos los
males no pueden producirse al mismo tiempo. O uno u otro. El déficit público es
inflacionario tan sólo, y no siempre, si se monetiza, es decir, si la autoridad
monetaria accede a financiarlo mediante una política más laxa; pero si es así,
no se produce ni subida de tipos de interés ni desplazamiento de la iniciativa
privada.
A su vez, el tan cacareado crowding
out no pasa de ser un slogan. En primer lugar,
para desplazar a la iniciativa privada tiene que haber iniciativa privada que
desplazar, lo que no suele ocurrir en los momentos de crisis o recesión. Pero
es que, además, plantear la alternativa entre sector privado y público es
trufar de ideología el problema. Esta concurrencia, si se da, es acerca de qué
bienes e inversiones realizar. Son éstas las que compiten por la financiación,
independientemente de quién sea el agente, privado o público, que las acometa.
Es innegable que los recursos financieros que se canalizan hacia la
construcción de una autopista o de un hospital no pueden orientarse a la
edificación de una urbanización en la playa o de un campo de golf, pero una vez
decidido que la autopista o el hospital son necesarios, esta inversión
presionará sobre el crédito al margen de que sea el Estado el que los construya
o una serie de sociedades anónimas.
Ciertos planteamientos resultan ingenuos. Han creído
librarse de los perniciosos efectos que, según ellos, tiene el déficit público,
construyendo autopistas mediante el alambicado sistema de peajes en la sombra.
En lugar del Estado son las constructoras las que se endeudan, endeudamiento
que terminará pagando el sector público a través de cuotas anuales denominadas
peajes en la sombra y estipuladas con cálculos artificiosos. ¿Por qué el
endeudamiento de las sociedades concesionarias va a presionar menos sobre el
sistema financiero y los tipos de interés que el del sector público? Lo que sí
parece bastante probable es que, al final, el coste para el Estado se
incrementará aunque sólo sea porque las condiciones de financiación que
obtengan las constructoras serán lógicamente un poco peores que las que pudiera
obtener directamente el sector público, y porque algo tendrán que ganar las
empresas privadas en todo este aquelarre.
Mecanismos como éste o como el de las obras públicas
contratadas por el llamado procedimiento alemán, es decir el de desembolso
total, constituyen la prueba más evidente de que el nominalismo se ha adueñado
del análisis económico acerca del déficit público. Parece que la importancia no
estriba en la realidad sino en su formalización contable, y ésta se rige por
una casuística talmúdica.
Cada uno es dueño de tener sus preferencias. Sin
duda habrá quien dé prioridad a las autopistas de peaje respecto a las
financiadas mediante impuestos, y a la sanidad privada frente a la pública.
Otros pensamos de manera opuesta. Pero este debate entre lo privado y lo
público, que merece sin duda la pena realizar, pertenece a un orden de cosas
distinto del simple análisis macroeconómico. Desde el punto de vista de los efectos
monetarios y financieros, no hay razón para pensar que el endeudamiento del
sector público para acometer la construcción de hospitales, universidades o
autopistas tenga efectos distintos de los que se generarían si fuese el sector
privado el que se endeudara para construirlos.
Algo similar ocurre con las privatizaciones. La
controversia ha de plantearse en el campo ideológico. Es lícito sostener que la
telefonía, la electricidad, los ferrocarriles, el gas, los hidrocarburos,
etcétera, han de estar en manos privadas; tan lícito como defender lo
contrario. Lo que no parece demasiado honesto es justificar las posturas
ideológicas inventándonos diferencias inexistentes en los efectos financieros o
económicos. La posible reducción del endeudamiento público fruto de las
privatizaciones libera recursos del sistema, pero en la misma cuantía que los
absorbidos por el Estado al vender las empresas públicas, y si las cargas
financieras del sector público se reducen en el futuro, también lo harán los
beneficios anuales, seguramente de mayor importe, que éste percibía antes de
las privatizaciones y que ahora van a los accionistas privados.
La libre circulación de capitales y la Unión
Monetaria han unificado el mercado financiero dentro de Europa. Las distintas
administraciones públicas de los países miembros no se comportan de forma
diferente de las empresas a la hora de absorber fondos con los que financiarse.
A nadie se le ocurriría defender que haya que limitar desde Bruselas el
endeudamiento de las empresas, por muy grandes que sean éstas, con la excusa de
que los fondos son escasos y que su financiación eleva los tipos de interés o
desplaza a otras unidades del mercado. ¿Por qué dar un trato distinto a los
agentes públicos?
Se dice que no se puede gastar más de lo que se
ingresa. Esta pauta que se intenta aplicar al sector público ocasionaría el
desastre más absoluto de establecerse como norma en las empresas, incluso en
las familias. La inversión empresarial es la fuente normal de los ingresos
futuros y gran parte de ella ha de financiarse con endeudamiento. Las
inversiones que debe acometer el sector público no tienen por qué regirse por
reglas muy diferentes. Los ingresos públicos dependen en gran medida del
crecimiento económico y éste a su vez de las múltiples actuaciones que
emprenden el Estado o los organismos públicos. La educación, la sanidad, los
gastos en investigación, una justicia ágil, buenas comunicaciones y, en
general, las obras públicas, incluso una administración eficaz y competente,
son elementos imprescindibles para el desarrollo económico, y por consiguiente
una inversión a medio y largo plazo que se traducirá en mayores ingresos para
el Estado. El Estado, en definitiva, es el primer socio de toda la economía
nacional.
Nadie pretende la defensa indiscriminada del déficit
público, ni calificar de beneficioso todo endeudamiento sin que importe el
montante al que asciende. Pero ello tanto si se trata de administraciones
públicas como de empresas o de familias. El nivel de deuda que cada agente, público
o privado, puede soportar obedecerá a muchas variables y no resulta factible
reconducirlo a cifras mágicas e inamovibles. Concretamente, cuando se trata del
sector público, dependerá del nivel de deuda acumulada, de la fase del ciclo
económico, del grado de equipamiento en infraestructuras, y en bienes y
servicios públicos con que cuenta el país, del destino que se va a dar a los
recursos obtenidos con el endeudamiento, etcétera.
No todos los Estados son iguales, ni parten del
mismo stock de deuda, ni tienen el mismo nivel de infraestructuras y de
bienes y servicios públicos. Países que tienen aún fuertes déficit en
infraestructuras y niveles bajos de bienes y servicios sociales, educación,
sanidad, protección social, etcétera, a lo mejor están obligados a un
transitorio endeudamiento mayor para recorrer el camino que otros ya han
recorrido. Algo parecido a lo que ocurre con las familias. Las posturas
inflexibles en materia de déficit público tienen siempre poca justificación,
pero menos en países como España cuyo gasto social representa escasamente un
21% del PIB que en otros como Holanda en que este porcentaje asciende al 32% . Nadie, creo yo, envidia por su déficit a otros países
europeos, pero sí ambicionamos igualarnos en las infraestructuras, en los
bienes y servicios públicos y en el nivel de protección social, y si para eso
hay que tener la misma presión fiscal y los mismos déficit públicos, e incluso
los montantes de endeudamiento que otros países tuvieron en el pasado cuando se
estaban desarrollando, pues bienvenidos sean.
La regla a seguir será distinta en función de la
fase del ciclo en que nos encontremos. En momentos de recesión o desaceleración
económica juegan y deben jugar los estabilizadores automáticos que incrementan
el déficit público. El proceso es el inverso en las épocas de auge económico.
Lo importante es el equilibrio a largo plazo. Pero equilibrio a largo plazo no
significa déficit cero. A lo largo del artículo me he referido mucho más que a
la cuantía del déficit, al stock de deuda, por creer que ésta es realmente la
variable significativa. Estabilidad presupuestaria podría significar que esta
magnitud oscile alrededor de un porcentaje determinado del PIB lo que puede
conseguirse sin necesidad de tender al déficit cero, ya que el PIB nominal
también se incrementa año a año. Supongamos que el porcentaje de referencia sea
el marcado por Maastricht del 60%, y que el crecimiento medio anual en términos
nominales sea del 4% -tasa más bien exigua para
España con un potencial de crecimiento mayor-, unos sencillos cálculos nos indican que el déficit
público podría oscilar alrededor del 2,4% (en momentos de recesión más y en
periodos de auge menos), sin que el porcentaje sobre el PIB de la deuda pública
se alejase tendencialmente del 60%.
En los puntos bajos del ciclo económico, con
infrautilización de la capacidad económica y con tasas de crecimiento alejadas
del potencial, no hay motivos para suponer que un moderado desequilibrio
presupuestario vaya a traducirse en elevaciones de tipos de interés, tanto más
si la autoridad monetaria colabora con una política más laxa. Esta flexibilidad
del Banco Central Europeo tampoco tiene por qué originar efectos
inflacionarios. La expansión de la oferta monetaria actúa sobre el PIB nominal
(PIB real y precios) y es razonable pensar que en los momentos de recesión el
resultado será, principalmente, la reactivación de la economía real y no el
incremento de los precios. La incapacidad que Europa viene mostrando en las
últimas décadas para el crecimiento se debe en gran medida al dogmatismo,
primero del Bundesbank y más tarde del BCE. Están en lo cierto quienes desde
Estados Unidos critican la reticencia del BCE a bajar los tipos de interés.
Algún articulista ha escrito que
los mercados financieros, incomprensiblemente, no están castigando a los países
europeos que relajan su política fiscal. No tan incomprensiblemente. Es
bastante lógico que a los inversores les ofrezca más garantía la deuda pública
de Francia, Alemania o Italia, aun cuando estos países tengan pequeños déficit,
que obligaciones de sociedades privadas, después de haber visto quebrar a
gigantes empresariales. Y hablando de solvencia, que un Estado liquide todo el
sector público empresarial puede ser mayor motivo de desconfianza que el hecho
de que incremente la deuda pública. A menudo se suele utilizar como acusación
que el déficit público representa un castigo a las siguientes generaciones.
Existe, qué duda cabe, una transferencia intergeneracional, pero no sólo se
hereda la deuda sino también, entre otras cosas, el equipamiento en capital
humano (educación), tecnología e infraestructuras. Se entiende, pues, que
países como Francia o Alemania no estén dispuestos a sacrificar su crecimiento
y el nivel alcanzado en el Estado de bienestar al dogma de la estabilidad y del
déficit cero.