Democracia
vigilada
En esta empalagosa orgía de autocomplacencia
y satisfacción en que nos hemos sumergido a propósito del 25 aniversario de la
muerte del dictador y de la elevación a la jefatura del Estado del actual
monarca, pretendemos reescribir la historia. Pero
como casi siempre que esto se intenta se corre el peligro de incurrir en
múltiples contradicciones. Se afirman actitudes o se describen escenarios
difícilmente compatibles entre sí.
Se presenta a la sociedad española con un
grado alto de madurez, y a la transición como un acto sereno de reconciliación
de todos los españoles, una especie de contrato social en que los ciudadanos de
forma libre y consciente establecían unas reglas de juego. Un rey de todos los
españoles, superación de las dos españas,
constitución de consenso. Un proceso inobjetable, ejemplo para el resto del
mundo. Se pretende con ello legitimar el estado de cosas y el sistema político
que se instauró a la muerte del general Franco. Y también se intenta algo más,
afirmar que todo está bien, que todo se hizo bien, y que no se precisan
cambios.
Pero al mismo tiempo se persigue ensalzar la
figura y ponderar la actuación del rey, y para ello se pinta un panorama
bastante diferente, pero bastante más real. Aquel 20 de noviembre la sociedad
española tenía miedo, miedo que no desapareció hasta muchos años después. Miedo
a un incierto porvenir político. El bunker franquista permanecía aparentemente
intacto y la amenaza del ejército y del golpe de estado se mantuvo durante
largo tiempo.
Ambas realidades por fuerza son
contradictorias. Si hubo consenso fue en un escenario dado en el que existían
parámetros que no era permitido modificar. Una especie de contrato de adhesión.
Esa Constitución que hoy veneramos y de la que se niega cualquier modificación,
se redactó mirando de reojo a los tanques y a los cañones. La elección estaba
constreñida a un margen estrecho previamente determinado y conocido por los
padres constitucionales. La monarquía, por ejemplo, se sabía que era intocable
como forma de estado, y asimismo se impuso por las fuerzas franquistas el
sistema electoral, adulterando la proporcionalidad y violando el principio
fundamental de la democracia: idéntico valor de todos los votos.
La descripción
de una sociedad
madura libre y responsable que con alegría
repudia el franquismo y abraza
la democracia tampoco se corresponde
con la verdad. No se
puede negar que la oposición
al régimen había calado en
una buena parte
de los ciudadanos, quizás los más
activos, pero la gran mayoría
permanecía en la apatía y
en el embrutecimiento
político derivado de los 40 años
de dictadura. Prueba palpable fueron las enormes
colas que se
formaron en la Plaza de Oriente
para ver el
cadáver del dictador.
Lo que apenas se
dice, más bien se silencia, es
el papel jugado
en la transición
española por Estados Unidos y el
resto de países
occidentales, apostando por la democracia
sí - una dictadura no resultaba ya presentable- , pero por el tipo de democracia que cuadraba a sus intereses y ya sabemos, y estamos viendo estos días,
qué es lo
que Estados Unidos entiende por democracia.