Estado social vs estado de bienestar
Con la pretensión de justificar el
que, a la hora de subir los impuestos, haya sido el IVA el elegido, ha
retornado un argumento ya viejo pero no por eso menos falaz. Los inventores de
la nueva progresía intentan convencernos de que la función redistributiva del
Estado no debe realizarse mediante los ingresos sino únicamente a través del
gasto público.
Bien es verdad que al mismo tiempo
–con la excusa del déficit, de Europa y la presión de los llamados “mercados”–
va calando una concepción de los bienes y servicios sociales más bien
raquítica, tendente a minimizarlos y dejarlos reducidos a los de extrema
necesidad. Incluso se cuestiona de manera demagógica y tramposa la razón de por
qué el Estado tiene que sufragar la educación o la sanidad de los ricos.
Es importante no confundir el
Estado de beneficencia con el Estado social. El primero da por bueno el reparto
de la renta que realiza el mercado, por lo que no se plantea la necesidad de
ninguna actividad redistributiva y, en consecuencia, aboga por la eliminación
de los impuestos progresivos. Eso sí, defiende, con una visión paternalista, la
procedencia de contar con ciertas prestaciones básicas para aquellas capas de población
más desfavorecidas. Se plantea como un problema de humanidad, de filantropía,
de caridad si se quiere, pero no de justicia. El desenlace es evidente. Si los
servicios públicos quedan destinados exclusivamente a los pobres, se irán
deteriorando de forma progresiva, puesto que desaparecerá la presión social
para mantener su calidad.
El Estado social, por el contrario,
cuestiona el resultado distributivo del mercado, consciente de su radical
inequidad y del efecto acumulativo que produce en la riqueza, acumulación que
puede terminar por poner en peligro el sistema democrático y la propia
actividad económica. La función redistributiva del Estado, y dentro de ella la
imposición directa, se convierte así en un elemento esencial. Además, dado el
enorme desequilibrio social creado por el mercado, se considera imprescindible
que, al menos en determinadas prestaciones básicas como sanidad, educación,
etc., el Estado garantice
No está mal pagar la sanidad o la
educación a las clases altas: incluso es conveniente, con tal de que al mismo
tiempo tengan que contribuir fuertemente por renta, patrimonio y sucesiones.