Las
chicas de la cuota
Cuando no se quiere o no se puede hacer una
verdadera política de izquierdas, surge como sucedáneo el populismo, políticas
tendentes a cubrir con una débil capa de progresismo las estructuras de poder que
se han dejado intactas y las injusticias y desigualdades subyacentes. Se trata
de políticas que en la mayoría de los casos no solucionan nada, incluso pueden
empeorar el statu quo, pero engañan a la población dando gato por
liebre.
El PSOE hace tiempo que renunció a llevar a
cabo una auténtica política de izquierdas. Basta con mirar el proyecto de
reforma fiscal del actual Gobierno. Si, como decía Marx, la lucha impositiva es
la forma más antigua de la lucha de clases, la similitud entre los dos grandes
partidos en materia tributaria indica bien a las claras en qué situación se
encuentra hoy la correlación de fuerzas. Otro tanto se podría afirmar de otras
muchas cuestiones tales como las condiciones del mercado laboral y de su
correlato: que la retribución de los trabajadores en promedio haya perdido
poder adquisitivo, al tiempo que se mantiene, incluso se amplía, el abanico
salarial. No es de extrañar por tanto que surjan los sucedáneos, el populismo
que en ocasiones se disfraza de nacionalismo y en otras de feminismo.
Al igual que sucede en el nacionalismo, hay
un feminismo victimista. Quien lo profesa se refugia
en su condición de mujer, dando a entender que todo ataque o censura a su
persona obedece tan sólo al odio que el increpante siente ante todo el género
femenino; el calificativo de machista está siempre presto. Desde hace mucho
tiempo, resulta difícil criticar a los políticos de Cataluña y de Euskadi sin
ser tildado inmediatamente de anticatalán o antivasco. Pujol, en el affair
de Banca Catalana, ya supo disfrazar su procesamiento de agresión a toda
Cataluña y recientemente se ha dado la paradoja de que Pascual Maragall no
pueda ser criticado por los miembros de su propio partido sin que Carod Rovira
reclame respeto por las instituciones catalanas.
Hace unos días, ese feminismo victimista eclosionó en el Congreso de los Diputados de la
manera más ridícula, mostrando la inconsistencia de algunas posiciones. No diré
yo que el portavoz del Partido Popular estuviese en su interpelación
especialmente brillante, pero se juzgue o no zafia su intervención tampoco
puede decirse que desentonase de otras muchas que se escuchan en el hemiciclo
diariamente; para bien o para mal, ése es el lenguaje a que sus señorías nos
tienen acostumbrados. Los medios de comunicación han reproducido estos días
invectivas parecidas o peores que unas y otros, empezando por el mismo Zaplana,
han tenido que sufrir. Achacar tal fenómeno al machismo no deja de ser una
estupidez.
La espantada de las parlamentarias, y de
algún ministro, hace patente el grado de majadería al que hemos llegado en esta
materia y, lo que es aún peor, dice muy poco de cierto feminismo. Siempre me ha
parecido que la existencia de cuotas se volvía en contra de las mujeres, ya que
resulta difícil sustraerse a la duda de si la designación obedece a mérito y
capacidad o, por el contrario, al simple hecho de ser mujer; pero el descrédito
puede ser mayor si a continuación se exige una situación de privilegio, casi de
intangibilidad, por pertenecer a ese género, y se está siempre dispuesto a
escudarse ante cualquier crítica en el fácil argumento del machismo. Dicen que
el corporativismo, -y este feminismo lo
es- es el refugio de
los inútiles que, incapaces de conseguir las cosas por sí mismos y por su
valía, recurren al colectivo. Las parlamentarias absentistas hicieron un flaco
favor a la señora vicepresidenta. Ella no precisaba de tamaña ayuda para
contestar al portavoz del PP. Su respuesta hubiera sido impecable –“Prefiero
esa foto a la de las Azores”–, si no hubiese sido por la reacción de sus
compañeras y porque ella también terminó la alocución con referencias al
machismo.
El establecimiento de cuotas es, además,
empezar la casa por el tejado y, lejos de atacar la enfermedad, pretende
eliminar tan sólo los síntomas, lo que sin duda puede ser muy lucrativo para un
grupo selecto de mujeres que se ven favorecidas por el simple hecho de serlo,
pero no soluciona el problema para la gran mayoría de la población femenina. Si
no existe igualdad real en las cúpulas políticas o en la dirección de las
empresas, es porque la incorporación de la mujer tanto al mundo político como
al laboral es aún imperfecta y lo es porque se ha realizado sin solventar un
asunto previo, el reparto de trabajo dentro de la unidad doméstica.
Nos encontramos en un estado de transición.
Partíamos de una situación familiar tradicional caracterizada por una
distribución de papeles en la que el hombre trabajaba en el exterior y la mujer
se encargaba de las tareas internas del hogar. La incorporación de la mujer al
mercado laboral (y también a otros ámbitos sociales y políticos) no ha venido
seguida, por lo menos al mismo ritmo, del reparto de las funciones que hasta
ahora ella asumía en la familia, y no me refiero exclusivamente a lo que se
llama en sentido más estricto tareas domésticas sino también, y quizás más
importante, al cuidado de la prole y la atención a los mayores. Sólo la
liberación de parte de esta carga permitirá que de forma general la mujer pueda
dedicarse en la misma medida que el hombre a otras actividades. La paridad
surgirá entonces en todos los ámbitos de forma espontánea y sin necesidad de
establecer cuotas.
Es en primer término un problema de
educación y de mentalidad. Sin duda, en los hombres; resulta evidente que puede
existir y de hecho existe una resistencia en el colectivo masculino a compartir
estas tareas; pero también en las mujeres. Sólo prejuicios feministas pueden
hacer ignorar el hecho de que son muchas las mujeres que se resisten a
abandonar estas labores o a dar participación en ellas al hombre. Pensemos por
ejemplo en el rechazo que ha tenido por parte de muchas asociaciones feministas
la tan sólo posibilidad de otorgar la custodia compartida en caso de divorcio.
Mientras los jueces concedan por principio a la esposa la custodia de los hijos
bajo el argumento de que es mejor para su educación, será difícil que nos
creamos que el hombre y la mujer son iguales en el hogar, y si no son iguales
en el hogar, difícilmente se van a comportar igual en el mundo laboral o en el
político.
Pero es también un
problema de servicios sociales, y es ahí donde puede radicar una verdadera
política progresista. Más que cuotas, lo que se necesita son residencias para
los familiares ancianos y enfermos, y guarderías y colegios con horarios escolares
compatibles con los laborales; en definitiva, instituciones capaces de
facilitar a las mujeres y a los hombres la vida activa fuera del hogar.
Existe una cierta
mentalidad mágica que supone que todos los problemas se solucionan a base de
leyes; quizás es lo más sencillo (y a lo mejor también lo más rentable
electoralmente, ya que resultan fáciles de elaborar y de vender políticamente),
pero desde luego no lo más eficaz. Las leyes no cuestan dinero; las guarderías
y las residencias, sí, y cuando no se quiere o no se puede realizar una
política fiscal de izquierdas no hay después recursos para esas bagatelas.