Europa
ya no está en Europa
Si aún cabía alguna
duda sobre el carácter oligárquico que ha presidido todo el proyecto de la
Unión Europea, las pasadas elecciones han terminado por despejarla. El proceso
se ha desarrollado al margen de las sociedades y de los pueblos, y los
ciudadanos dan la espalda a los políticos cuando los convocan a las urnas.
La reacción de los mandatarios europeos ha
sido muy significativa. Todos se han inclinado por la autoflagelación,
entonando el mea culpa por no haber explicado suficientemente la
trascendencia de estas elecciones. Hubo incluso quien como el presidente
polaco, en un ejercicio de sensibilidad democrática, llegó a calificar de
irresponsables e inmaduros a sus propios compatriotas. Lo cierto es que ninguno
de los gobernantes ha tenido el coraje de preguntarse si los equivocados no son
ellos. Ninguno se ha planteado si acaso la enorme abstención no obedecía a que
precisamente los ciudadanos comienzan a intuir, aunque de forma confusa, lo que
para la gran mayoría representa la Unión Europea, y las inmensas
contradicciones sobre las que está asentado el proyecto. Una vez más, se escoge
la huida hacia delante. Ante la pasividad e indiferencia de las sociedades, lo
único que se les ocurre es forzar la aprobación de la Constitución europea, en
lugar de cuestionarse si el camino escogido es el correcto. Contra abstención,
Constitución.
Esta reacción concuerda con la actitud
mantenida de forma constante en las pocas ocasiones que se ha accedido a
consultar a los ciudadanos en referéndum. En todos aquellos casos en los que se
ha impuesto el “no”, la solución adoptada ha sido repetir la consulta tantas
veces como fuese necesario hasta conseguir el voto afirmativo.
Se convoca a los europeos a elegir un
Parlamento que, en realidad, de tal sólo tiene el nombre y cuyas competencias
son dudosas, incluso después del incremento de funciones que se pretende
atribuirle en la nueva Constitución. La Unión Europea no se contempla como una
entidad política sino como un pacto entre Estados, en el que las decisiones se
toman en función de los acuerdos -muchas veces chalaneos- de los gobiernos y la
capacidad de influir, de existir, se encuentra en la fuerza y habilidad que tengan
éstos. La prueba más palpable es que los propios gobiernos, con buena lógica,
tal como hizo el del PP en Niza, no tienen inconveniente en sacrificar un buen
número de diputados con la finalidad de obtener más votos en el Consejo, que es
donde en última instancia se dilucidan los temas importantes.
La Unión Europea ha hecho bueno el objetivo
del pensamiento liberal-conservador: el ocaso de las ideologías, ya que poca o
nula importancia tienen éstas en las instituciones europeas. Los debates
raramente obedecen a diferentes planteamientos ideológicos; se deben, por el
contrario, a los intereses, en su mayoría económicos, de los Estados. Es cierto
que los parlamentarios se organizan en grupos por afinidades teóricamente
ideológicas, pero esa agrupación es mucho más nominal que real, porque a la
hora de la verdad todos votan siguiendo sus conveniencias nacionales. Ante este
panorama, ¿para qué van a concurrir los ciudadanos a las urnas a escoger a uno
u otro partido?
El déficit democrático del proyecto alcanza
su culmen con la pretendida autonomía e independencia del Banco Central
Europeo, situado más allá de toda presión política y por lo tanto democrática,
en una supuesta asepsia y neutralidad, en la hipótesis de que la política
monetaria no tiene ideología, como si fuese igual colocar el acento en el
crecimiento o en la inflación, y como si sus decisiones no afectasen, por
ejemplo, al empleo.
Europa no es percibida por la sociedad, y
con razón, como una institución democrática susceptible de configurarse de acuerdo
con la voluntad de los ciudadanos, y en la que éstos puedan influir por cauces
participativos, sino como una realidad dada e impuesta a la que forzosamente
hay que adaptarse, como un contexto coercitivo que impide incluso el desarrollo
democrático de las políticas nacionales.
La referencia a Europa sirve para justificar
las situaciones más injustas en política fiscal, como puede ser la existente
actualmente en España respecto al gravamen sobre las rentas de capital, muy
inferior al que soportan las rentas del trabajo. Hace unos días el
vicepresidente económico español cuestionaba la posibilidad de corregir este
estado de cosas, tal como prometía el programa del partido socialista, en
función de la tributación de otros países y de la eventualidad de que el dinero
huya a espacios fiscalmente más benignos.
Descontando lo que este argumento tenga de
coartada para los gobiernos de turno y para el pensamiento liberal-conservador,
que con excesiva frecuencia lo utiliza abusivamente, hay que reconocer la parte
de verdad que comporta. La libertad total en la circulación de mercancías y de
capital en ausencia de una legislación fiscal común tiene que devenir por
fuerza en un sistema tributario regresivo e injusto. Ningún Estado es soberano
para realizar su propia política fiscal, pero tampoco existe una política
fiscal europea. La única soberanía radica en el capital, que irá imponiendo sus
condiciones bajo la amenaza de emigrar a otras latitudes.
No hace mucho que el canciller Schröder se quejaba de lo que él llamaba competencia
desleal en materia fiscal de los nuevos socios. Pero el problema no radica sólo
en que Eslovenia al tener una menor carga impositiva que Alemania fuerce al
gobierno de esta última a realizar reformas fiscales regresivas, sino que la
misma Eslovenia, con la finalidad de atraer más inversión que por ejemplo
Polonia, reducirá sus gravámenes para competir en mejores condiciones. La
carrera no tendrá fin.
Algo similar cabría afirmar de las
condiciones del mercado de trabajo, comenzando por los salarios. En ausencia de
una legislación común, el fantasma de la deslocalización presiona a la baja las
retribuciones y constituye el acicate adecuado para el menoscabo de todos los
derechos laborales. Así mismo, el deterioro de los sistemas fiscales, unido a
la condena de todo déficit público, obliga a la reducción de los gastos
sociales y a las continuas reformas del Estado de bienestar. Ante la carencia
de una armonización laboral, fiscal y social, realizada desde las instituciones
comunitarias, la armonización en cualquier caso se acabará realizando. Será el
mercado el que la logre, pero lógicamente no igualando las condiciones de los
trabajadores polacos a las de los alemanes, sino las de los alemanes a las de
los polacos.
La UE está terminando con las opciones
políticas porque, bajo las coordenadas en las que se ha construido, sólo una
opción es posible, el neoliberalismo económico. Ni el propio Hayek ni Mises habrían imaginado nunca una situación tan
favorable para su doctrina. Ni los políticos más conservadores como Reagan o Thatcher soñaron nunca con llegar tan lejos en sus
objetivos. Y todo ello no como consecuencia de una opción ideológica que se
impone en las urnas, sino como el resultado fatal de un esquema construido
asimétricamente y sin contrapesos.
Los supuestos de la actual UE nos llevan de
forma necesaria e ineludible por su dinámica interna a una meta difícil de
imaginar pero que cada vez parece más cercana: renuncia a toda intervención
estatal directa en los sectores productivos, incluso en los más estratégicos, y
privatización de los servicios públicos, sistemas fiscales regresivos basados
exclusivamente en impuestos indirectos y en las rentas de los trabajadores,
desmantelamiento de los mecanismos de protección social, deterioro de las condiciones
laborales, modificaciones en la distribución de la renta en contra de los
salarios y a favor del excedente empresarial, acumulación de la riqueza y
creación de una sociedad dual. Todo ello nos devuelve, en definitiva, al
capitalismo salvaje del siglo XIX. ¿Tiene algo de extraño que los trabajadores
no quieran jugar este juego y rechacen la Europa que se está construyendo?
Importa poco que pertenezcan a países ricos o a
pobres, todos salen perdiendo. Por el contrario, son el capital y las fuerzas económicas,
sea cual sea su nacionalidad, los grandes beneficiarios de este diseño.
Algunos dirán que no hay por qué llegar a
ese final. Que si bien es cierto que la UE se ha configurado hasta ahora
sustancialmente como unión mercantil y financiera, también lo es que no es
necesario renunciar a conseguir la unión social y política, que de lo que se
trata precisamente es de trabajar para alcanzarla. Pero ¿de verdad se creen que
esa utopía es posible? Según transcurre el tiempo, los hechos van desmintiendo
de forma más clara su factibilidad. En primer lugar, por los enormes intereses
económicos en juego. El capital está logrando a través del mercado europeo
librarse de los condicionantes y obligaciones que le imponen los poderes
nacionales democráticos y no va a consentir que se constituya uno de carácter
supranacional.
En segundo lugar, porque la unión social y
política, aunque difícil, tal vez hubiera sido posible en el antiguo mercado
único con seis países más o menos homogéneos, pero resulta disparatado en el
actual contexto de veinticinco países con un elevado grado de heterogeneidad.
La última ampliación es la prueba evidente de que se renuncia a avanzar en la
integración fiscal, social y laboral. ¿Qué integración puede darse entre países
cuya diferencia en la renta per cápita es de cinco a uno, o cuando los salarios
medios de algunos de ellos son diez veces superiores a los de otros? Eso sin
referirnos a factores sociales y culturales menos susceptibles de cuantificar,
pero no por eso menos dispares y que dificultan cualquier intento de
integración que no sea mercantil y financiera. La posibilidad de unión política
se ha ido difuminando al mismo ritmo que el número de países miembros se
incrementaba. Nada tiene de extraña la evolución de la abstención en las
distintas elecciones europeas, más bien es bastante reveladora: 37% en el 79;
39% en el 84; 41,5% en el 89; 43,2% en el 94; 50,2% en el 99 y 54,5% en el
2004.
La mayoría de los ciudadanos ha ido tomando
conciencia progresivamente de los efectos negativos que tiene el esquema
seguido, al tiempo que iban también perdiendo las esperanzas de ver
implementadas las medidas adecuadas de contrapeso. La misma Constitución –en
realidad no se trata de una constitución sino una vez más de un tratado entre
Estados—, que con tanto triunfalismo los jefes de Estado y de gobierno acaban
de aprobar, lejos de incrementar las esperanzas de cambio, confirma la
consolidación del proceso en sus líneas básicas. Todo acuerdo en materia fiscal
y social tendrá que adoptarse por unanimidad, lo que garantiza la imposibilidad
de integración en estas materias. Tony Blair asumió el papel de villano, pero
en realidad sirve de excusa a otros muchos gobiernos. Con tanto enfrentamiento
como se ha producido en Bruselas a la hora de designar el presidente de la
Comisión, o de decidir el reparto de poder entre Estados, no ha existido la
menor oposición a las anteriores limitaciones.
La
enorme paradoja es que la Europa democrática, la del Estado social, la de la
economía mixta, la de los derechos laborales, está gestando el sistema más
rabiosamente liberal y conservador que se pueda imaginar. Europa contra Europa.
De ahí, lógicamente, las enormes contradicciones en las que se debate.
Contradicciones que sin duda se irán agrandando y haciendo más palpables en el
futuro. Europa ya no está en Europa.