Telefónica
aligera lastre
Telefónica va a realizar la mayor regulación de
empleo de nuestro país, 15.000 trabajadores, un tercio de la plantilla, y eso
que ya había llevado a cabo otra en 1999, autorizada entonces por el Gobierno
bajo la promesa de que no acometería ninguna más. Ello es indicativo de lo poco
creíbles que son las promesas de las empresas, entre otras razones porque
pueden cambiar los administradores y los nuevos no se responsabilizan de los
desaguisados de los antiguos.
Telefónica
justifica la regulación de empleo por el marco legal derivado de la
liberalización de las comunicaciones. Difícil de creer. Los motivos deben
buscarse más bien en la mala gestión y en las aventuras de todo tipo en las que
la compañía se ha embarcado en el pasado: medios de comunicación social,
licencias de UMTS en Europa, Terra y otras andanzas tecnológicas, inversiones
arriesgadas en Latinoamérica, etcétera.
Existe un
desfase entre el discurso económico y la realidad. Aquél continúa anclado en
supuestos del pasado que nada tienen que ver con las condiciones económicas
actuales. Se considera que las empresas privadas son entidades en las que, a
diferencia de las públicas, no se produce el divorcio entre gestión y
propiedad. Lo que conduce a esa filosofía permisiva al uso sobre el sector
privado. Pueden hacer lo que quieran porque están gestionando sus propios
recursos. Nada más erróneo. Hoy, los administradores de las grandes empresas
privadas apenas participan del capital de esas sociedades y sus intereses,
intereses personales, no tienen por qué coincidir y a menudo son opuestos a los
de la compañía que gestionan.
Algo de
esto ha comenzado a intuirse a partir del crack
acaecido en una serie de grandes sociedades de EEUU. La opinión pública
americana de pronto ha tomado conciencia de hasta qué punto el sistema
económico que creían tan sólido está en el aire. En nuestro país, un somero
análisis de las grandes compañías confirma cómo las controla una oligarquía sin
títulos aparentes, y por vicisitudes distintas.
Se suele
afirmar que los pequeños accionistas no pintan nada. En realidad, son la casi
totalidad de los accionistas los que están desprotegidos, porque los grandes
suelen ser sociedades cuyos accionistas, a su vez, tampoco tienen ningún poder
de decisión. Los códigos de buena conducta, como los de los informes Olivenza o
Aldama, son cantos al sol que no ofrecen verdaderas soluciones, ya que se basan
en la autorregulación.
Pero es
que, además, los intereses que se mueven en estas grandes compañías no son
exclusivamente los de los accionistas. En múltiples ocasiones, no son ellos los
más perjudicados por los errores o irregularidades de los administradores, sino
los trabajadores o los ciudadanos en general. Las modificaciones introducidas
en el mercado laboral, permitiendo a las empresas aligerar la plantilla ante la
menor dificultad, han trasladado el riesgo económico del capital a la mano de
obra, y en muchos casos a la población en general, porque el Estado tiene que
hacerse cargo de los costes sociales que generan las empresas en sus
operaciones de aligerar lastre. Por otra parte, no se puede olvidar que la
mayoría de estas compañías se destinan a suministrar servicios estratégicos a
la sociedad y que sobre ella repercutirá su mal funcionamiento de una u otra
manera.
El riesgo
de ineficacia y corrupción que tantas veces se ha predicado de las entidades
públicas, al gestionar recursos que no son propios, debe aplicarse con más
motivo a las grandes sociedades privadas, tanto más cuanto que en los momentos
presentes carecen de los mecanismos de control que poseen las estatales.