Guerra
de divisas y desigualdad
Con
frecuencia, el lenguaje diplomático adopta la forma de una prédica al revés. Se
niega cuando se quiere afirmar y se afirma cuando se quiere negar. El fin de
semana pasado, los ministros de Economía y Finanzas del G-20 reunidos en Moscú
desmintieron que se esté produciendo una guerra de divisas, pero lo cierto es
que esta se encontraba entre las preocupaciones y discusiones del Foro. La
prueba es que tanto los mandatarios de los países como los representantes de la
OCDE y del FMI se apresuraron a recordar la teoría oficial de que las
devaluaciones competitivas no pueden ser la solución sino tan solo, tal como
afirmó el ministro de Economía español, la antesala de una guerra comercial.
El
objetivo de lograr una mayor cuota de mercado devaluando la moneda choca con la
evidencia de que muy probablemente los otros países actuarán de manera similar,
con lo que al final no se habrá conseguido ningún resultado, excepto el de
crear volatilidad e inseguridad en los mercados de capitales, con el
consiguiente daño a la economía en su conjunto. En teoría, el argumento resulta
impecable. Lo que no se comprende es que tamaña clarividencia mostrada por los
mandatarios internacionales no se aplique con la misma lucidez en el campo de
las deflaciones competitivas.
Los que
rechazan con tanto ahínco las devaluaciones competitivas del tipo de cambio son
los mismos que no se cansan de defender las reformas laborales, sociales o
fiscales como instrumentos para atraer capital o para hacer más competitivos
los productos nacionales, y apropiarse así de una porción más amplia del
mercado. Durante muchos años las recomendaciones -más bien imposiciones- del
FMI a los países en desarrollo han ido en esa línea y actualmente ¿no es esta
política también la que se está imponiendo desde Bruselas, Berlín o Frankfurt,
con la aquiescencia de los gobiernos nacionales?
Es una
perorata que nos suena muy familiar: para ganar competitividad hay que bajar
los salarios, desregular el mercado laboral, abaratar el despido, reducir las
cotizaciones sociales, minorar la tributación de las empresas y de las rentas
de capital, etc., etc. ¿Por qué no se descalifica la efectividad de esta
estrategia con la misma firmeza con la que se rechaza la eficacia de las
devaluaciones competitivas? ¿Acaso no es evidente que todas estas medidas
producen, al igual que las devaluaciones competitivas, una reacción en cadena
en el resto de los países con lo que acaban anulando los efectos que se
pretendía perseguir?
¿Cuál es
la razón de que reprobemos la guerra de divisas y no hagamos lo mismo con la
carrera por deprimir las condiciones sociales o laborales o con esa competición
por ver quién concede mejores condiciones fiscales al capital y a las empresas?
El motivo hay que buscarlo en que si bien los efectos sobre la competitividad
de todas esas medidas se suelen neutralizar al ser aplicadas de forma
generalizada por todos los países, lo que sí permanece es el efecto sobre la
redistribución de la renta, incrementando la desigualdad y favoreciendo la
parte del producto que se orienta al excedente empresarial en contra de la que
se dedica a la retribución de los trabajadores. Quizá sea esta la verdadera
finalidad de todos aquellos que proponen tales políticas.
El
resultado no solo es negativo desde el punto de vista de la equidad, sino
incluso desde el de la propia eficacia económica. Como ya afirmó Keynes hace
muchos años, en la medida en que la propensión marginal al consumo disminuye
con la renta, todo cambio en la distribución de esta hacia una mayor
desigualdad tendrá efectos perniciosos no solo desde el ángulo de la justicia
social, sino también desde el crecimiento económico, al deprimir la demanda
interna. Por mucho que los empresarios hayan abaratado sus costes laborales o
paguen menos impuestos, no invertirán ni crearán empleo si piensan que no van a
vender sus productos.
Esta es
la situación por la que hoy atraviesa la economía mundial, y más concretamente
la europea. Por eso el fantasma de la recesión acecha de continuo. Los países
piensan más en el sector exterior y en la forma de robar un trozo de tarta al
vecino mediante la llamada devaluación o deflación competitiva que en expandir
su propia demanda interna. Diga lo que diga el G-20, la guerra de divisas
existe desde el momento en el que las balanzas de pagos de los distintos
Estados presentan desequilibrios fundamentales que raramente se han dado en
otras épocas. Unos países como China, con grandes superávits, y otros, como EE
UU, con cuantiosos déficits.
Alemania
practica una doble política: por una parte, en su propio país y en la Eurozona
impone la deflación competitiva, con ajustes durísimos del gasto público y con
condiciones laborales y sociales cada vez más precarias que están hundiendo la
demanda interna de todos los países miembros. Y por otra, mantiene una política
de euro fuerte que se revalúa frente a las otras monedas. Desde su creación en
1999, y por seguir la política impuesta por Alemania, el euro se ha
revalorizado hasta 2011 un 31% frente al dólar; 32% frente a la libra; 54%
frente al rublo; 54% frente a la rupia; 10% frente al real brasileño; 70%
frente al peso mexicano, etc. Hasta el yuan, que tenía ya en 1999 un tipo de
cambio infravalorado, se ha depreciado un 21%.
Hasta
ahora, esta política les ha ido bien a los bancos y a las empresas alemanas (no
así a los ciudadanos, que han visto deprimirse sus condiciones de vida),
gracias a que la Unión Monetaria impide que el resto de países de la Eurozona
puedan devaluar su moneda, pero es catastrófica para la mayoría de estos
últimos. Al tener anclado el tipo de cambio, no solo han perdido competitividad
frente a Alemania, sino también frente a EE UU, Gran Bretaña, India, China,
Rusia, Brasil, México, Sudáfrica, Tailandia, Singapur, etc.