Estado
policía
Es sabido que el ahorro en gastos sociales termina implicando un mayor
desembolso en policía, jueces y prisiones. La miseria y la penuria por fuerza
tienen que incrementar la delincuencia, al menos esa pequeña delincuencia que
tanto incomoda a las personas de orden. No es que los ricos no delincan, es que
lo hacen de otra forma.
EEUU ha venido siendo un buen ejemplo. La dualidad social y el
raquitismo en su sistema de seguridad social se traducen en un índice muy
elevado de delincuencia y en un número desmesurado de población penitenciaria.
EEUU logra arañar algún punto en la tasa de desempleo a base de convertir a
bastantes parados en presos, presos que pertenecen, como es lógico, a los
grupos sociales más deprimidos y a los sectores más marginales: negros,
chicanos, etcétera.
Muchos de los elementos del llamado Estado del bienestar implantados
históricamente en los países desarrollados por gobiernos conservadores no
tuvieron su origen en su filantropía, sino en el convencimiento de que, incluso
para las clases medias y altas, era más conveniente reducir la desigualdad que
soportar la violencia y la inseguridad derivadas de sociedades excesivamente
duales.
El neoliberalismo económico ha incrementado la desigualdad entre las
naciones y, dentro de éstas, entre las élites privilegiadas y una gran parte de
la población condenada a la más extrema miseria. Nadie puede extrañarse de que
la delincuencia y la violencia se hayan adueñado por completo de muchas de las
sociedades del Tercer Mundo, como tampoco nos puede sorprender que esa
inseguridad ciudadana se exporte también al mundo desarrollado. Condenar a la
pobreza a naciones enteras e incluso a una parte importante de la población
nacional tiene su coste. Cuando aumentan las desigualdades, antes o después hay
que echar mano de la represión y las medidas coactivas; cuando se deteriora el
Estado social, más pronto o más tarde se acaba por suspender el Estado de
derecho, subsiste únicamente el Estado policía.
Con la coartada del terrorismo, Bush establece un Estado policía
mundial, y con el pretexto de la eficacia en la lucha antiterrorista, el
Gobierno del PP modifica en nuestro país el Código Penal endureciendo las penas
y discriminando arbitrariamente —o en función de conveniencias electorales— los
delitos. Elaborar la legislación penal a base de encuestas o en función de la
indignación popular hacia cierto tipo de situaciones resulta altamente
peligroso y compromete además los principios más elementales del Estado de
derecho. Por otra parte, la opinión pública no surge de la nada, sino que en
muchos casos tiene su origen, amén de en hechos objetivos, en campañas
orquestadas por grupos de presión que, si bien pueden tener sus motivos
legítimos, no gozan siempre de la objetividad precisa a la hora de establecer
una legislación penal.
La igualdad ante la ley es la base de cualquier ordenamiento jurídico.
Aplicar penas diferentes a delitos similares en función de quién sea el que las
haya cometido no se adecua demasiado a este principio. El asesinato es
asesinato se lleve a cabo por un terrorista o por un criminal a sueldo. La
agresión física no es distinta porque se cometa contra el vecino o contra aquél
o aquélla con la que se mantiene una relación sentimental.
Es un espejismo considerar que un mayor rigor en las leyes penales va
a solucionar el problema del terrorismo o de la delincuencia. Difícilmente el
terrorismo va a desaparecer o reducirse por cercenar la reinserción de los
presos, medida que además va a aplicarse a treinta años vista. Es ingenuo
pensar que quien se ha jugado la vida huyendo del Tercer Mundo y se encuentra
desesperado y marginado en lo que consideraba tierra prometida va a detenerse
por un endurecimiento de las penas. Tampoco parece que éste sea el camino para
atajar la violencia de género, sobre todo en los casos graves en los que muchas
veces el asesino termina suicidándose o al menos intentándolo. Es más fácil
recurrir a la vía penal que analizar con profundidad las causas y el origen de
ese fenómeno —por otra parte muy heterogéneo— que se ha dado en llamar
violencia doméstica.
La reforma emprendida por el Gobierno parece
basarse más en motivos vindicativos que en la voluntad de solucionar a fondo
los problemas. Lleva todas las trazas de ser una cortina de humo para desviar
la atención de otras cuestiones, de constituir una jugada estratégica para
obtener rentabilidad política de cara a las futuras elecciones.