Origen
de la crisis financiera
“Se comportan como
si hubiesen descubierto sus propias opiniones mediante el ejercicio espontáneo
de una dialéctica pura, fría, y divinamente impasible, cuando a menudo se trata
de una afirmación arbitraria, de un capricho, de una intuición y las más de las
veces de un deseo íntimo, pero quientaesenciado y
cuidadosamente pasado por el tamiz, que defienden con razones laboriosamente
buscadas. Aunque lo nieguen, todos son abogados y, a menudo, también astutos
defensores de sus prejuicios, bautizados por ellos con el nombre de verdades”.
Así hablaba Nietzsche de los filósofos, y es
que en sus tiempos apenas existían los que hoy se denominan economistas. De lo
contrario, el pensador alemán les habría
dado preeminencia en una larga lista de filisteos y embaucadores; en cualquier caso, sus palabras de ayer son hoy
perfectamente aplicables a ellos.
Viene esto a cuento de lo que escuché el
otro día en una de esas emisoras tan
neutrales. Un oyente le preguntaba a uno de los tertulianos que pomposamente
suele autocalificarse de profesor -aunque más bien le cabría el apelativo de showman de
Me reconocerán
ustedes que el razonamiento es ingenioso y sobre todo útil. Así, de un plumazo,
sobre la marcha y como el que no
quiere la cosa, el ilustre profesor ha encontrado la causa de todos los males.
Dado que en Economía todo tiene que ver con el dinero, a la intervención en
este sector se le puede echar la culpa de todas las crisis y problemas que
surjan. Bien es verdad que el argumento podría volverse al revés, y preguntar que si cualquier dificultad
económica se soluciona con liberalizar la emisión de dinero, ¿por qué no se
hace?
Una de las enormes
contradicciones de que adolecen
todos los doctrinarios del neoliberalismo económico es propugnar la
liberalización de todos los mercados y, sin embargo, exceptuar el del dinero.
Ello les ha conducido a una situación ecléctica, porque si bien desposeen a los
gobiernos democráticos del control de este mercado es tan solo para
entregárselo a un órgano teóricamente independiente que no se sabe muy bien a
quién representa. Un neoliberalismo económico consecuente no debería inclinarse
únicamente por un sistema de
cambios flotantes, sino también por la abolición del monopolio de emisión de
dinero primario que hoy tienen los Estados y que han cedido a los bancos
centrales. Tendría que defender la libre creación de moneda por todo aquel que
quiera realizarla y que disponga de suficiente credibilidad en el mercado para
que el público acepte sus pasivos como medio general de pago.
No obstante,
esta postura es totalmente minoritaria. Tan
solo Hayek (y ahora parece que el ínclito
profesor) ha defendido la liberalización del mercado del dinero. Su obra
"La desnacionalización del dinero" es un alegato a favor de la libre
competencia en la emisión y circulación de los medios de pago. Considera el
dinero como una mercancía más que, por lo tanto y de forma similar a cualquier
otro bien, de acuerdo con su doctrina, puede ser suministrada por el sector
privado con mayor eficiencia que por un monopolio estatal. En el sistema
diseñado por Hayek, la creación de dinero sería
libre. Toda aquella entidad financiera que lo desease podría crear su propio
medio de pago, pero debería cuidar de la estabilidad de su valor, emitiendo únicamente aquella cantidad que fuese
demandada por el público. Existirían, por tanto, diferentes monedas con
denominaciones distintas, una por cada uno de los bancos privados que quisieran
emitir dinero. Toda entidad que en un exceso de avaricia pusiese en circulación
más medios de pago que aquellos que el público deseara tener vería devaluarse
su dinero con respecto a otras monedas y perder capacidad adquisitiva, con lo
que el público huiría de ese medio de pago para refugiarse en otros más
seguros. Es decir, cada banco o entidad financiera que emitiese dinero debería
mantener constante su valor por el procedimiento de retirar del mercado la
cantidad adecuada cuando se devaluase, y emitir la necesaria en el caso de que
se apreciase por exceso de demanda.
No hay que ser
economista para entender el caos al que nos conduciría este sistema. El modelo
de Hayek solo puede funcionar sobre el papel, y ni
los más ardientes defensores del libre mercado abogan por un sistema de tales
características. ¿Qué grado de complejidad tendría la realidad económica si
para cada transacción hubiera de escogerse una clase distinta de dinero? ¿Es
posible exigir a todos los ciudadanos la condición de financieros, a efectos de
disponer y saber utilizar una información tan compleja, como la de conocer cuál
es el dinero más estable y cuál es el que más se deprecia? Ni siquiera las
personas más expertas podrían afirmar con certeza cuál sería la moneda más conveniente, al estar cada una de ellas
definida por cestas diferentes de diferentes bienes. Por otra parte, nada
impediría la especulación. ¿Cómo podría un banco privado hacer frente a fuertes
operaciones especulativas realizadas contra su moneda, cuando hoy en día ni
siquiera los Estados -incluso a veces aunando sus esfuerzos- son
capaces de librar a sus divisas de los implacables ataques a los que se ven sometidas?
Pero ¿por qué lo que
parece obvio para el mercado monetario (necesidad de intervención) es descartado por el liberalismo para
el resto de los mercados y continúa juzgándolos por sus modelos teóricos e
ideales? La crítica que se puede y se debe
hacer a Hayek sobre la liberalización absoluta del
mercado del dinero sería perfectamente extrapolable a otros ámbitos de la vida
económica, y la actual crisis, como otras muchas, da buen ejemplo de ello.
Porque las actuales turbulencias financieras lejos de tener su causa –como
pretende el ínclito profesor– en el existente monopolio de creación de dinero
primario (aunque habría que preguntarse hasta qué punto no se han complicado al
estar este al margen del control político y en manos de organismos teóricamente
independientes y empeñados en subir el tipo de interés más de lo necesario), la
tienen por el contrario en la
excesiva liberalización del sector financiero, especialmente la de los mercados de capitales.
La absoluta libertad
y escasa vigilancia en las que hoy se mueven los mercados de
capitales propicia una enorme
multiplicación de activos financieros y operaciones encadenadas, impidiendo que
los ahorradores e inversores últimos conozcan adónde ha ido en realidad su
dinero y qué riesgo están asumiendo. Esta proliferación de instrumentos y la
complejidad del sistema se pretenden justificar recurriendo a la exigencia de
flexibilidad para que la economía funcione eficazmente, pero lo cierto es que van mucho más allá de lo que sería necesario y únicamente benefician
a los especuladores y a los buscadores del enriquecimiento rápido.
Por otra parte, se
permite la traslación del riesgo a los ciudadanos corrientes que, como ya se ha dicho, son incapaces de
medirlo. Tradicionalmente, la asunción del riesgo era propia de las
instituciones financieras, que
justificaban así sus beneficios. Hoy, bajo el patrocinio de las nuevas
teorías liberalizadoras y del tópico del capitalismo popular, los bancos,
mediante tipos de interés variables en los préstamos, fondos de inversión, titulizaciones y otros instrumentos de ahorro, eluden en buena medida el riesgo
trasladándoselo a los ciudadanos, que carecen de los conocimientos y la
información adecuada para juzgarlo.
La liberalización ha
ido más allá, y hasta las escasas funciones de vigilancia se han traspasado a
manos privadas (agencias de valoración de riesgos, auditoras, etcétera). Ante
la actual crisis, las miradas críticas se dirigen hoy a las agencias de calificación, acusadas de haber
proporcionado puntuaciones máximas a activos y fondos de alto riesgo. Pero ¿qué
cabía esperar de empresas en las
que la mayor parte de sus ingresos provienen de las entidades cuyos activos
tienen que calificar o de los bancos interesados en colocarlos en los mercados?
Hay aseveraciones
que son tan evidentes que da vergüenza su argumentación. El hecho de que se propague como opinión generalizada y
verdad absoluta la contraria únicamente puede explicarse porque los intereses
económicos y los economistas que están a sueldo de ellos son -tal como afirmaba
Nietzsche de los filósofos- abogados y astutos defensores de sus prejuicios a
los que hacen pasar como verdades.