De Telefónica y otras desfachateces

Telefónica acaba de anunciar en Londres, tras obtener en 2010 unos beneficios récord, que prescindirá del 20 por ciento de su plantilla en España (6.000 trabajadores). El recorte se inserta en un proceso continuo de eliminación de puestos de trabajo, cuyo último episodio, por ahora, fue el expediente de regulación de empleo (ERE) aprobado en 2003 por el entonces ministro de trabajo Eduardo Zaplana, para reducir en cinco años, hasta 2008, un tercio de la plantilla (15.000 trabajadores) y que, a su vez, vino precedido de otro ERE en 1999, que afectó a 10.849 trabajadores, aplicado por Juan Villalonga, presidente a la sazón de la compañía y a quien más tarde sucedería el actual, Alierta.

 

El ajuste de plantilla no sólo se encuadra en el hecho de que Telefónica haya obtenido en 2010 - peor año de la crisis-, unos ingentes beneficios, sino en el anuncio de que va a distribuir 7.300 millones de euros en dividendos y primará a sus directivos con gratificaciones por importe de 450 millones. Dicen que el ministro de Trabajo mostró su malestar afirmando que no era un buen momento para el recorte. Sería interesante conocer qué momento considera bueno para despedir personal, ¿quizá después de las elecciones? En cualquier caso, no debe preocuparse porque es muy posible que dentro de unos años, cuando él cese, con un poco de suerte, Telefónica le ofrezca un buen puesto como ya hizo con su antecesor Zaplana, nombrado por Alierta en 2008 asesor y delegado de la compañía en Bruselas.

 

Rubalcaba ha afirmado que no está de acuerdo con la medida y que más claro no puede ser. Digo yo que más claro sí podría haber sido tanto él como todo el Gobierno mediante el procedimiento de no aprobar una reforma laboral que propicia decisiones como ésta de permitir que empresas con fabulosos beneficios puedan sin ningún tipo de traba aprobar un ERE. Lo grave del asunto es que se intentan justificar las reformas del mercado de trabajo como medidas necesarias para crear empleo, cuando en realidad lo único que se consigue es abaratar los despidos y, por lo tanto, destruir puestos de trabajo. ¿Nos puede extrañar que la crisis haya destruido en España más empleo que en ningún otro país de la Unión Europea?

 

Los sucesivos ERE dejan al descubierto un proceso de externalizaciones, mediante el que se logra que muchos trabajadores presten sus servicios en Telefónica sin ser empleados de la compañía. Es un fenómeno generalizado en las grandes sociedades. Deberíamos tomar conciencia de este hecho insólito, lo extraordinariamente difícil que resulta para el consumidor entrar en contacto con un trabajador que tenga una relación laboral con la compañía con la que se contrata un determinado servicio. Ni quienes nos atienden para darnos información, ni quienes nos hacen el contrato, ni quienes reciben nuestras reclamaciones, ni los operarios que realizan la instalación o que reparan las averías son empleados de la sociedad prestadora del servicio. Todos ellos son personal de contratas externas y, en algunos casos, subcontratas de subcontratas.

 

Varias son las consecuencias de esta situación. La primera, la progresiva precariedad de las relaciones laborales: los trabajadores son contratados en condiciones bastante peores que los de la compañía original, a menudo en calidad de autónomos ficticios y con retribuciones variables y mínimas. En segundo lugar, en momentos de crisis, el despido es mucho más sencillo aun cuando la sociedad esté obteniendo pingues beneficios, ya que la relación laboral es con empresas secundarias, muchas de ellas sin capital y fáciles de cerrar en caso de necesidad. En tercer lugar, y como resultado de las anteriores, la cualificación profesional es mucho peor y la asistencia que reciben los consumidores, por ello, más deficiente.

 

En Telefónica concurre además otra circunstancia que deja al descubierto la verdadera condición de nuestro sistema económico y político. Telefónica ha sido privatizada y a través de ella se puede conocer en qué ha consistido el proceso de privatizaciones. Se ha producido una simbiosis perfecta entre poder político y económico. El primero ha entregado a manos privadas las grandes empresas públicas que, además de prestar servicios a todos los ciudadanos, aportaban a la Hacienda Pública elevados beneficios. Se ha provocado así un expolio. Los políticos han colocado al frente de las empresas privatizadas a sus amigos, sin mayor título ni mérito, y éstos en justa correspondencia les reservan para cuando abandonen la actividad pública un importante puesto o el sillón de un consejo. En este mundo económico empresarial no existen ni el mérito ni la capacidad, todo se reduce al chalaneo, a la recomendación, al tráfico de influencias. Se genera de este modo una elite ficticia, cuyos componentes se autodenominan grandes especialistas y se autopremian con retribuciones de escándalo, utilizando la pueril excusa de que de lo contrario, habría fuga de cerebros. Lo peor de todo es que terminan creyéndoselo. ¿Adónde van a fugarse que estén mejor? Por otra parte, al tratarse de mercados cautivos los mayores o menores beneficios de las empresas no guardan relación con la gestión sino con la calidad del servicio y con las tarifas que se imponen abusivamente.

 

Lo único que han originado las privatizaciones es un incremento del desempleo, peores condiciones laborales, retribuciones de escándalo para los ejecutivos -que no representan a nada ni a nadie excepto a los amiguetes que los han nombrado o contratado-, un empeoramiento de los servicios públicos y la indefensión del consumidor carente de todo poder frente a las grandes empresas.

 

El colmo de la desfachatez consiste en afirmar, tal como ha hecho Esperanza Aguirre a propósito del Canal de Isabel II que su privatización significa devolver la propiedad a los madrileños; y el colmo de la estulticia, la del presidente de Loterías declarando que si este organismo se privatiza es para que sea más eficaz, con lo que está reconociendo que su gestión ha sido un desastre. El desenlace no debería ser privatizar la entidad sino cesarle.