Bush
y los millonarios
El "tonto del pueblo" es una
figura consagrada en nuestra tradición popular. Dicen que a ninguno le da por
trabajar, sino por pellizcar a las mozas. Los actuales jefes de gobierno, ante
las recesiones económicas, actúan de manera similar. Por muy liberales que
sean, todos se vuelven keynesianos, pero keynesianos de derechas. Para
reactivar la economía, a ninguno le da por incrementar las pensiones, las
prestaciones del seguro de desempleo, el gasto en sanidad, vivienda o educación,
incluso por acometer obras públicas. Todos piensan en bajar los impuestos, y
puestos a bajarlos nada más apropiado que el IRPF o el impuesto de sucesiones,
tributos con fuerte capacidad redistributiva.
Bush ya lo anunció en la campaña electoral,
y eso que en aquel momento eran muy pocos los que
pronosticaban una desaceleración tan profunda de la economía americana.
Entonces se trataba más bien de decidir qué se hacía con el fuerte excedente
presupuestario. Las cosas han cambiado y el actual estancamiento económico
augura que el superávit fiscal menguará o incluso desaparecerá en los próximos
años tan pronto como actúen los estabilizadores automáticos; por lo que la
mayoría de los expertos prevén que de llevarse a cabo la brutal reforma fiscal
anunciada por Bush el sector público retornará a los déficit crónicos de la
época de Reagan.
Está bastante claro que para Bush la
reactivación económica no es más que un pretexto sobrevenido a su finalidad
primordial: beneficiar a los ricos. Y desde luego que
éstos saldrán agraciados de llevarse a cabo
la reforma del impuesto sobre
la renta.
Según estimaciones realizadas, el 1% de la población, la de ingresos
más elevados, que soporta
en la actualidad
el 21%
de la carga
fiscal, verá que ésta se le
reduce en el
43%,
mientras que al 20% de los contribuyentes
cuyas rentas anuales están por debajo
de trece mil dólares ahorrarán
tan sólo un
0,8% de
su gravamen.
Es lo
que suele ocurrir
cuando se rebaja
un impuesto progresivo como el de la
renta. La mayoría
de los contribuyentes
experimentan un cierto espejismo fiscal. Se quedan
satisfechos con las migajas que
les ha tocado
en el reparto
sin percatarse de que su
pequeño lucro privado ha sido
tan sólo el
pretexto para realizar enormes reducciones a las rentas altas;
y que ellos
pagarán después con creces, bien
con otros impuestos
o con la reducción de bienes y
servicios públicos, la nimia ventaja que obtienen en el momento presente.
Especial significado, tiene sin duda, la
eliminación del impuesto de sucesiones, gravamen que incide en la línea de
flotación del sistema capitalista, y que impide que
la acumulación de la propiedad
no sea aún
mayor. Desde
las filas conservadoras
ha sido siempre
el tributo más odiado. En
los momentos actuales, en EEUU, este impuesto cuya escala va del
37% al 55%, afecta
cada año a
menos de 50.000
ciudadanos, los que fallecen
con un patrimonio
superior al millón de dólares.
Bush calcula que en
una década los millonarios ahorrarían con esta reforma
cerca de los
250.000 millones de dólares.
Lo curioso,
es que este
proyecto ha sido contestado desde las filas
de los propios
millonarios. Con anuncios en
la prensa, representantes de las grandes fortunas
han mostrado su rechazo y el
peligro que subyace en que
la herencia no sea corregida,
al menos parcialmente, con gravámenes fiscales. La explicación
de tan extraño
fenómeno radica en que el
liberalismo económico - desde Hayek y Von Misses a Fucuyama- , se ha pretendido legitimar haciendo referencia a los
méritos y a
la iniciativa privada. La
desigualdad es justa y necesaria porque
deriva del esfuerzo, del trabajo y de las diferentes
aptitudes. La riqueza es el
premio a la
labor bien hecha. La
pobreza el castigo a la
indolencia y pereza. La
institución de la herencia viene
a contradecir tan hermosa teoría.
Mucho habría
que comentar sobre esta idílica construcción
del liberalismo económico. La
igualdad de oportunidades
en las sociedades
actuales es sólo un bonito sueño. Existe una gran
diferencia entre nacer en Harlem o en la Quinta
Avenida, entre
estudiar en el arroyo o Harvard.
Pero, dicho esto, lo
cierto es que
el impuesto de sucesiones es de los
pocos instrumentos, pero instrumento
muy potente si se quiere
utilizar, para impedir la concentración
de la propiedad, y el
aumento de las desigualdades. Tienen razón
los firmantes del manifiesto cuando proclaman que la eliminación
de este gravamen
serviría para crear "una aristocracia de la riqueza que
trasmitirá a sus descendientes el control sobre los recursos de
la nación".
Sería - afirma uno de ellos-
como formar el equipo olímpico para los juegos
del 2020, eligiendo
a los primogénitos
de los medallistas del 2000.
Estos razonamientos
deberían también hacernos reflexionar en nuestro país. Tenemos un
impuesto de sucesiones sin apenas virtualidad y que quedó
casi anulado con la reforma
de 1998 sobre
las sociedades familiares. Y
tenemos algo más: la
monarquía. El hijo del
banquero será banquero, sean
cuáles sean sus aptitudes y cualidades,
y el hijo
del jefe del
Estado será jefe del Estado
al margen de
cualquier otra circunstancia. Viva la herencia.