La huelga de las
puñetas
Pocas protestas han
sido tan generalizadas como la que están protagonizando los jueces –secundada
por las cuatro asociaciones de la judicatura, desde la más conservadora a la
más progresista– y pocas han concitado una reacción de mayor virulencia por
parte del Gobierno y de los medios de comunicación afines. Parece que se han
abierto todas las puertas del Averno.
Se emplean términos
tales como traición, usurpación, suplantación. Se les tilda de corporativismo.
¿Quién no es corporativo? Todos los colectivos lo son y todas las huelgas y los
conflictos poseen algún componente corporativo. ¿No son corporativos los
agricultores y ganaderos, los pescadores, los camioneros, por citar solo
algunas de las protestas más recientes? ¿No son corporativos los periodistas
cuando claman por la libertad de información que, en el fondo y por desgracia,
casi siempre se reduce a su libertad para poder decir y afirmar lo que deseen
o, más bien, lo que convenga a los dueños de sus respectivos medios? ¿Y qué
decir de los políticos, acaso no son corporativos?
El ministro de
Justicia recorre los medios de comunicación predicando la perversidad de los
jueces y la aberración que representa una huelga de este colectivo. No tienen
derecho a su ejercicio, puesto que son un poder del Estado, e ilustra su
discurso con el argumento de que los ciudadanos pueden elegir si toman o no
toman un avión pero no si van al juzgado. Se asevera incluso que no existe
ningún país desarrollado en el que se haya celebrado una huelga de jueces.
No parecen
argumentos muy contundentes. En cuanto al último, baste citar los casos de Francia o de Italia, países que
han visto en diversas ocasiones ponerse en paro a sus jueces. Y si es verdad
que en otros estados está prohibida la huelga de este colectivo, siempre lo es
por una ley concreta y no por supuestas incompatibilidades constitucionales.
Ahora bien, en España no existe ninguna normativa de este tipo, a diferencia de
lo que ocurre por ejemplo con las fuerzas y cuerpos de seguridad del Estado.
Los jueces participan del poder judicial, pero también son funcionarios. Sería
absurdo pensar que cuando se sanciona a un juez se está sancionando al poder
judicial.
Tampoco resulta
convincente citar la ausencia de libertad que los ciudadanos tienen a la hora
de acudir a la justicia. En realidad, dada la concentración económica actual,
pocos son los ámbitos en los que el ciudadano puede escoger los servicios, e
incluso en aquellos casos en que parece que sí es posible se trata de una seudoelección, empezando por la política, porque estamos en
presencia de oligopolios. Si aceptamos el razonamiento del señor ministro,
deberían tener prohibida la huelga todos los funcionarios de Justicia, ya que
sin ellos poco o nada pueden hacer los jueces. De hecho, habría que prohibirla
para casi todos los funcionarios públicos y para todas aquellas empresas
públicas o privadas que actúan en régimen de cuasi monopolio. ¿Para qué están
los servicios mínimos? Seguro que muchos paros causan más trastorno a los
ciudadanos que los de la judicatura.
Pero es que, además,
centrar el problema en si los jueces gozan o no de derecho a la huelga no tiene
demasiado sentido. Lo que deberían preguntarse el ministro, el Gobierno y los
políticos en general es la razón de que ahora explote una protesta tan unánime
de las togas, y de que hace un año aproximadamente fuesen todos los
funcionarios de Justicia los que secundasen un paro duro y muy prolongado.
Es cierto que hay
que huir de los corporativismos, en especial cuando responden a colectivos como
el de los jueces con un gran poder. Pero mucho más peligroso es el sectarismo y
la demagogia con la que actúan la mayoría de los políticos, que aún tienen
mucho más poder y, en ocasiones, sin ninguna capacidad para administrarlo. La
tentación de interferir en la justicia y propiciar linchamientos a propósito de
asuntos sensibles y capaces de impactar en la opinión pública está muy presente
en el mundo político y, por qué no decirlo, en el mediático.
No conozco al juez
Tirado, carezco de criterios para juzgar su competencia o su falta de ella.
Tampoco poseo información acerca de hasta qué grado fue negligente en el caso
de Mari Luz, pero de lo que no me cabe ninguna duda es de que la
responsabilidad mayor del mal funcionamiento de la justicia y de que se
produzcan casos como este radica en los gobiernos y adláteres de los últimos
treinta años. No han hecho nada para reformarla. La incompetencia y una visión
cicatera del gasto público han escatimado recursos y han acabado condenando a
esta área de la Administración y a otras muchas a la más completa ineficacia.
Resulta bastante
impúdico presenciar cómo en casos como el de Mari Luz los políticos se ceban en
los supuestos fallos de un funcionario como si ellos careciesen de
responsabilidad, cuando realmente son los máximos responsables. La chulería que
el portavoz socialista de Justicia en el Congreso ha derrochado citando –cosa
insólita– a las asociaciones de jueces en el Parlamento con la bravata de que
ellos también iban a oírles es buena muestra del engreimiento que sin ningún
motivo ostenta nuestra clase política.
Los políticos, los
de un lado y los del otro, harían mejor en ser más humildes recordando que son
uno de los colectivos peor valorados por la opinión pública, y que si es verdad
que han sido elegidos por los ciudadanos es tan solo porque alguien tiene que
gobernar y se ha demostrado que la democracia es el menos malo de los sistemas
conocidos. Convendría que no olvidasen que su único mérito consiste en ser
sumisos servidores de un partido y que los ciudadanos no les eligen a ellos
directamente sino tan solo unas siglas y, en la mayoría de los casos, sin
demasiado convencimiento, solo porque consideran a las restantes peores.