Ibarra y los nacionalismos

Acertó en señalar el problema, no en la fórmula para solucionarlo. Rodríguez Ibarra es un político que sorprende siempre. En su discurso suelen mezclarse verdades que pocos se atreven a exponer con auténticos disparates. Su última intervención acerca de la representación en el Congreso de los partidos nacionalistas ha sido ciertamente polémica, y es que no es para menos. Y sin embargo, incidía sobre un problema real.

El actual sistema electoral sitúa a la política española ante una alternativa bastante desafortunada, estamos fatalmente condenados a que o bien un partido (PP o PSOE) gobierne con mayoría absoluta, o bien que lo haga con el apoyo de un partido nacionalista. En el primer caso, se resiente gravemente la democracia. El Parlamento queda anulado y se convierte en un mero apéndice del Ejecutivo. En el segundo, habrá que pagar el peaje, beneficiando a unas regiones frente a otras.

La situación actual no concede, tal como afirma Ibarra, una sobre representación a las formaciones nacionalistas, sino una subrepresentación a toda fuerza minoritaria que no sea nacionalista o que no mantenga a sus votantes concentrados en una o varias provincias. El único privilegio del que en estos momentos gozan las fuerzas  nacionalistas radica en que no se las discrimina frente a los grandes partidos, tal como se discrimina a otras formaciones minoritarias. El número de votos que cuesta un diputado de CiU no es sustancialmente diferente de lo que puede costar uno del PSOE o del PP, pero es la mitad de lo que cuesta uno de IU o de lo que podría costar el de cualquier otra formación política que quisiera hacerse por primera vez un hueco electoral en el mapa político español. En este caso, el precio es tan alto que en realidad ninguna lo consigue.

No sé si el sistema actual garantiza el pluralismo territorial, pero lo que de ninguna manera asegura es el pluralismo ideológico. La dinámica interna fuerza al bipartidismo y a que ambos partidos se sitúen en posiciones de centro que hacen que sus programas, y sobre todo sus praxis, sean muy similares. Aunque el llamado centro cada vez se escora más a la derecha. Los ciudadanos se ven en la obligación de votar a un partido con el que en absoluto se sienten identificados. Más que a favor de una formación política, lo que hacen es votar en contra de la otra.

La solución, sin embargo, no puede venir, tal como proponía Ibarra, de aumentar las limitaciones para la representación de determinadas formaciones políticas o de discriminar negativamente a las nacionalistas. La verdadera solución es mucho más sencilla y también mucho más democrática. Viene de la mano de eliminar toda limitación o porcentaje mínimo y de establecer un sistema rigurosamente proporcional. Igualar el valor de todos los votos, sean de la región que sean. Asignar a cada partido un número de escaños proporcional a los votos conseguidos en el conjunto del Estado. ¿Hay algo más lógico y acorde al sentido común?

La circunscripción electoral podría continuar radicando en la provincia; pero, eso sí, el total de escaños con que cada una de ellas contase tendría que ser estrictamente proporcional a su población, es decir, al número potencial de votantes y además debería completarse con una circunscripción central a nivel nacional donde fueran a parar todos los restos no asignados en las circunscripciones provinciales, de manera que ni un solo voto resultase inútil ni se perdiera. Por supuesto, no habría ninguna limitación o porcentaje mínimo para conseguir un escaño (ni del 3, ni del 5%, ni provincial, ni nacional). Todos estos mínimos que hoy existen tanto en las elecciones nacionales como en las autonómicas son simples trucos para desvirtuar la proporcionalidad y la democracia, y para favorecer a los grandes partidos.

Si se hubiese aplicado este sistema electoral, representación estrictamente proporcional, el único de verdad democrático, completado con una financiación de partidos exclusivamente pública y en el que la subvención a cada formación política fuese también proporcional a los votos conseguidos, con toda probabilidad el panorama político sería bastante distinto al actual. IU no ocuparía el puesto marginal de la actualidad, abocada en gran medida a ser un apéndice del PSOE; probablemente el CDS no habría desaparecido; la operación Roca u otra por el estilo habría tenido éxito, y es bastante posible que hubiesen surgido otras formaciones políticas de ámbito nacional, al tiempo que PSOE y PP habrían reducido su papel hegemónico. La democracia interna de los partidos habría mejorado también sustancialmente, porque las posturas de los discrepantes tendrían que ser consideradas con mayor esmero, al haberse incrementado la viabilidad de crear otras formaciones políticas y existir, por tanto, peligro de segregación. Los partidos nacionalistas mantendrían su representación en el Parlamento nacional, pero lo que sin duda sería bastante más difícil es que consiguiesen el papel de bisagra que en este momento ocupan.

Pero esta solución, la única verdaderamente democrática, jamás será posible. Los grandes partidos mayoritarios son los primeros interesados en que tal cambio no se produzca.