La moral de los mercados

Sarkozy y Merkel se reunieron el pasado día diez en Berlín teniendo como telón de fondo las turbulencias que afectan a los mercados financieros. Ambos dirigentes con su discurso mostraron, una vez más, las incongruencias en que se debate Europa en materia de política económica. Abogaron, como remedio contra los últimos acontecimientos económicos, por una moralización de los mercados y una mayor transparencia. El mensaje no puede por menos que resultar ingenuo. Ya Adam Smith –a pesar de ser profesor de filosofía moral, o quizás precisamente por serlo– advirtió que el pan no lo adquirimos gracias a la benevolencia del panadero o la carne a la del carnicero sino por el beneficio que piensan obtener con su venta.

A los mercados, a las empresas, no se les puede pedir que sean morales, solo que sean legales, lo cual está suponiendo de forma implícita que existe un ordenamiento jurídico que cumplir, es decir, que los mercados no son sistemas autorregulados sino que necesitan de normas, de la vigilancia y del control del Estado; como toda libertad, la libertad económica se destruye a sí misma cuando es ilimitada. Y ahí esta el problema, que en la actualidad, con lo que llamamos globalización, los Estados, los poderes políticos democráticos, han abdicado de su papel de reguladores y guardianes de los mercados, ¿cómo pedirles a estos ahora que sean morales y transparentes?

A lo largo de la historia, el origen de las crisis económicas y financieras se encuentra casi siempre en acontecimientos o en situaciones no demasiado trascendentes, pero que la falta de transparencia y la desconfianza agrandan hasta desestabilizar todo el sistema, en especial si las autoridades económicas, en el caso de que existan, no saben o no pueden reaccionar adecuadamente. Las perturbaciones que hoy agitan las economías de casi todos los países tienen su origen en un ámbito concreto y en apariencia reducido, las hipotecas “subprime” o de alto riesgo de EEUU, pero eso no impide que la tormenta se haya extendido al resto de las economías, al menos a las de los países desarrollados.

La absoluta libertad que rige en los mercados de capitales ha propiciado la multiplicación de todo tipo de activos financieros y el encadenamiento de las operaciones, de manera que impiden que el inversor pueda conocer con certeza a donde ha ido su inversión y cuál es el riesgo que está asumiendo, tanto más cuanto que las entidades financieras mediante distintos mecanismos –fondos de inversión, externalización de activos, tipos de interés variable– han trasladado en buena medida el riesgo a los consumidores últimos, la mayoría de ellos incapaces de calibrar y discernir hasta qué punto lo asumían.

La titulización de activos por parte de las entidades financieras, que las externalizan así del balance, han terminado por hacer opacas las inversiones, permitiendo de ese modo que créditos hipotecarios de escasa solvencia quedasen ocultos y disimulados en paquetes de activos complejos.

La liberalización ha ido mucho más allá, al permitir que fuesen empresas privadas (auditoras, agencias de calificación crediticia), sometidas por tanto a intereses económicos, las que se ocuparan de las exiguas funciones de control y vigilancia. Concretamente, en la actual crisis, la crítica se dirige a las agencias de calificación que han dado la máxima calificación a créditos basura. Pero, ¿acaso no era de esperar?, ¿podían actuar de otra forma sociedades en las que la mayor parte de sus ingresos provienen de las empresas propietarias de los activos que tienen que calificar o de los bancos encargados de colocarlos en el mercado?

Acudir, como Sarkozy y Merkel, a un discurso moralizante criticando a los especuladores y pidiendo a los mercados comportamientos éticos es una ingenuidad o un canto al sol. Todos somos especuladores si se nos deja. La solución pasa por que los poderes políticos democráticos recuperen el protagonismo económico del que nunca debieron abdicar.