Reivindicar el
derecho a la abstención
Es
preciso otorgar una gran relevancia a lo que sucedió el pasado domingo 15 de
mayo en un gran número de ciudades españolas, exponente del notable papel que
comienzan a jugar en la sociedad las nuevas redes sociales e Internet. Hace
años hubiese sido totalmente imposible convocar una jornada de protesta como la
del 15-M sin contar con la complicidad de algún sindicato o partido político,
y, en todo caso, los medios de comunicación, controlados adecuadamente, habrían
silenciado la convocatoria.
La
trascendencia del movimiento viene, por una parte, de la espontaneidad con la
que ha surgido la protesta y, por otra, de la uniformidad del mensaje. Los
manifestantes, del plumaje más diverso, coinciden en una cosa, la indignación.., y en un diagnóstico, la falta de democracia real. No se
andan por las ramas y plantean el problema en su auténtica dimensión, la
perversión que socava los actuales sistemas democráticos.
El
fenómeno era bien conocido a finales del siglo XIX y principios del XX. Bajo el
imperio dogmático del liberalismo económico, la democracia se transforma en una
gran mascarada, puesto que el poder económico goza de suficiente fuerza para
sustituir la soberanía de los ciudadanos y de los votos por la soberanía de los
mercados, es decir, del dinero.
La
globalización, con la libre circulación de capitales, ha trastocado los
sistemas democráticos vaciándolos de contenido. ¿Para qué votar entonces? En
España, y no es muy distinto, con sus peculiaridades, en otros países, la ley
electoral encierra las posibles opciones dentro del estrecho margen de un
bipartidismo con políticas económicas y sociales (o antisociales) casi
coincidentes y permite como únicas bisagras los partidos nacionalistas o
regionalistas, ocupados exclusivamente en conseguir privilegios para sus
correspondientes Comunidades Autónomas o regiones. Las restantes fuerzas
políticas, víctimas de unos criterios electorales radicalmente injustos, apenas
tienen posibilidades de influencia, y casi siempre terminan siendo comparsas de
alguna de las dos fuerzas que conforman el bipartidismo.
Los
manifestantes, bajo la pancarta de: ¡Democracia real, ya!, se inclinan por
El
lunes pasado Almudena Grandes se vio en la obligación de escribir en el diario
El País en contra de la abstención y de hacer un llamamiento a la izquierda
para que vote. Pero me temo que los argumentos esgrimidos sirven más bien para
justificar la abstención: "… Recuerden el mundo donde hemos vivido.
Compárenlo con el mundo en el que vivirán nuestros hijos. Piensen después en
los mercados, en las agencias de calificación, en el entramado financiero que
se ha cargado las políticas progresistas, que se está cargando el Estado de
bienestar y que cuando consiga liquidarlo va a cargarse la democracia, y lo
hará declarando que es por nuestro bien y porque es una reforma más, otra
reforma inevitable, una etapa más del proceso que nos aboca a escoger entre las
reformas o el diluvio. Piensen eso…"; pues bien, si se piensa en eso, es
muy posible que en lugar de ir a las urnas haya que inclinarse por la
abstención.
Desconfío
de la sociedad civil o, mejor dicho, me pronuncio a favor de la sociedad civil
estructurada democráticamente que constituye el Estado social y de derecho.
Tengo la sospecha de que la sociedad civil, sin Estado, se transforma
rápidamente en mercantil, porque en ausencia de estructuras políticas
democráticas, el poder económico se lleva el gato al agua. Lo que se necesita
es más política y no menos, más Estado, más sector público. Pero en momentos
como este quizás haya que arremeter, tal como se está haciendo, contra la
política, contra una política falaz, negarse a participar en un juego trufado
de antemano. Devolver el billete.
Si
hemos llegado a esta situación es porque el poder político ha abdicado de sus
competencias y se las ha entregado al poder económico, muchas veces a cambio de
algunas prebendas personales. Son ellos los que van contra la verdadera
política, ellos son los antisistema, los que desde dentro están destruyendo el
sistema democrático, para colocar en su lugar una farsa.