Votar en contra

Se puede afirmar, desde hace ya bastante tiempo, que en nuestro país los partidos no ganan las elecciones, las pierde el contrario. El voto de muchos ciudadanos no es en pro de una formación política, sino en contra de otra. Pero si esto viene siendo así en casi todos los comicios, hay que reconocer que el día 14 se manifestó de manera palmaria. Muchos de los que votaron al PSOE lo hicieron únicamente para castigar al PP.

Pudo ser la mayoría absoluta, el síndrome de la Moncloa o quién sabe qué, lo cierto es que el Gobierno y el partido que lo sustenta se habían desconectado del sentir mayoritario de la sociedad, y habían revestido muchas de sus actuaciones de despotismo y prepotencia. Incluso se habían llegado a creer sus propias manifestaciones de propaganda, y se jactaban de una situación social y económica idílica que la mayoría de los ciudadanos no percibía como tal.

La política económica tiene poco de neutral. Resulta difícil calificarla de buena o mala con carácter absoluto; todo depende de para quién. A la mayoría de la población de poco le vale el incremento del PIB, si no repercute en sus economías y se concentra en muy pocas manos. Nadie puede negar que a lo largo de estos ocho años la economía española ha crecido por término medio a tasas bastante satisfactorias, aunque muy similares a las de los otros países más pobres de la Unión Europea. Desde 1996, España ha visto aumentar su renta en un 26%, pero Irlanda lo ha hecho en un 78%; Grecia en un 28%; Finlandia en un 30% y Portugal en un 23%. No obstante, tanto o más importante que las tasas es el modelo de crecimiento seguido. Y ahí es donde surgen los interrogantes y las incertidumbres. El modelo se ha basado en mano de obra barata, unida al fenómeno de la emigración, y en el boom de la construcción.

Sin duda, la fuerte creación de empleo es un dato positivo pero como contrapunto hay que añadir inmediatamente la baja calidad del mismo. El mercado de trabajo se ha precarizado en exceso, no sólo por la alta temporalidad sino también por el empeoramiento generalizado de las condiciones laborales. Esto aparece como evidente tan pronto como se contempla el descenso sufrido por las tasas de productividad hasta niveles anteriormente desconocidos. Si en estos ocho años el número de asalariados ha crecido tres millones -medido en empleo equivalente a tiempo completo-, la parte de la renta nacional destinada a la retribución de los trabajadores, sin embargo, ha permanecido prácticamente constante.

La especulación inmobiliaria, unida a los bajos tipos de interés, ha elevado a niveles desproporcionados el precio de la vivienda, con el consiguiente endeudamiento y empobrecimiento de las familias, que ahora deben destinar a esta finalidad una parte mayor de su renta. La política fiscal practicada ha sido regresiva privilegiando a las rentas de capital y a los contribuyentes de ingresos elevados; y lo que es aún más grave, las continuas rebajas fiscales, junto con la obsesión por el déficit cero han drenado suficiencia al sistema en detrimento principalmente de los gastos sociales. La diferencia con Europa en materia de protección social lejos de reducirse, se ha incrementado, pasando de 6,2 puntos del PIB en 1995 a 7,3 en el 2002.

El endeudamiento del sector público se ha minorado en una cuantía importante pero en ello ha tenido mucho que ver el proceso de privatizaciones. El Estado debe menos, pero también ha perdido buena parte de sus activos financieros; es decir, las participaciones que mantenía en empresas rentables y saneadas. Por otra parte, el menor endeudamiento público se ha compensado, y con creces, con el incremento del de las familias, que se traduce en un déficit exterior cuantioso. El desequilibrio en la balanza por cuenta corriente asciende en el 2003 al 2,8% del PIB, dato bastante alarmante y que en buena medida se explica por la pérdida de competitividad que está sufriendo la economía española al mantener un diferencial de inflación respecto a la media europea, una vez que ya no es posible compensarlo vía tipo de cambio.

La política económica instrumentada por el PP ha sido, como no podía ser de otra forma, de derechas y por lo tanto contraria a los intereses de la mayoría de los ciudadanos. No obstante, es notorio que no ha sido la economía la causante del vuelco electoral del día 14. Quizás porque la oposición no presentaba un programa y unas propuestas muy diferentes, capaces de movilizar a un sector de izquierdas, el más desencantado y frustrado. Ha sido la postura asumida por el PP en la guerra de Irak y su secuela más reciente, el brutal atentado de Atocha, el que ha llevado a las urnas a ese segmento del electorado.

El PSOE, aun cuando lógicamente afirme otra cosa, debe de ser consiente en su fuero interno de que se ha encontrado con una victoria inesperada y de que ha recibido muchos votos de izquierdas que su programa no habría concertado. De cómo actué en el gobierno va a depender que los retenga o que, por el contrario, retornen a la decepción y al escepticismo.