La Europa de los mercados

Reconozco que siento unas ganas incontenibles de reír siempre que escucho al ministro de Asuntos Exteriores. Me parece que quien está hablando es su doble televisivo del guiñol. Apenas había comenzado la Cumbre de Barcelona, cuando Piqué ya profetizaba, calificándola de éxito, y además rotundo.

Más tarde, una vez finalizadas las sesiones, el propio presidente del Gobierno encomió, aunque es verdad que brevemente y sin demasiado convencimiento, sus resultados. Rodríguez Zapatero, por el contrario, los ha tildado de bastante modestos. Todo depende de qué gorro lleve uno puesto.

Lo cierto es que los únicos que pueden hablar de éxito son los manifestantes; hecho que debería hacer reflexionar a los mandatarios europeos. En una etapa de escepticismo, en la que no hay nada que movilice al personal, congregar a cerca de quinientas mil personas es señal inequívoca de que algo va mal en Europa y expresión de que el discurso oficial en esta materia no convence.

Es posible que la mayoría de los ciudadanos no sepan rebatir los argumentos económicos, pero intuyen que el camino que se está siguiendo representa un retroceso en las conquistas sociales que hasta ahora habían disfrutado y en los derechos laborales que creían consolidados. ¿Cómo van a entusiasmarse cuando se coloca como meta última hacer de Europa la zona más competitiva del mundo? No se trata de ser los más felices, honestos, desarrollados, cultos... No, se pretende únicamente que seamos lo más competitivos. Este es el fin y todo lo demás, medios. Éste es el altar al que se exige sacrificar los valores sociales que han caracterizado a Europa.

Las autoridades europeas se mueven en la contradicción y la quimera. En la contradicción porque la competitividad en todo caso es una característica de las empresas y, según su cacareada globalización, las compañías trascienden a los países. Es de las empresas y no de las naciones o de las regiones de las que se puede afirmar que son o no son competitivas. En la quimera, porque el castillo de sueños construido en Lisboa para el año 2010 se fundamenta en el mantenimiento de un crecimiento anual medio del 3%. Se creyeron, o fingieron creerse, el ocaso de los ciclos económicos. La prosaica realidad de la crisis les ha despertado de su letargo, por ello en Barcelona se han visto obligados a pasar de puntillas sobre sus premoniciones de crecimiento.

En Barcelona de lo único que de verdad se han preocupado es de los mercados, el de la electricidad, los financieros, el del gas, el del transporte ferroviario, el de las comunicaciones, el del espacio aéreo, demostrando una vez más a qué se reduce la Unión Europea. Por eso en esta cumbre - ¿sólo en ésta? - ha sido preferible que la botella quedase medio vacía, es decir, que Francia se negase a avanzar en la liberalización sin antes garantizar el correcto suministro de los servicios públicos.

Quizás lo más llamativo sea el desparpajo, rayano en el cinismo, que muestran los mandatarios de los Estados europeos y los miembros de la Comisión. Todos explican el moderado avance en las reformas por el hecho de que varios países se encuentran en proceso electoral. O sea, que admiten que los ciudadanos están en contra de ellas y, lo que es peor, que la opinión de éstos sólo les preocupa en época de comicios. Las elecciones son un sarampión que hay que pasar, pero, una vez transcurridas, conviene olvidarse del sentir de los votantes.

A los dirigentes europeos cada vez parecen importarles menos la democracia y los derechos políticos y sociales; lo único que les interesa son los mercados, hasta cuando hablan de pleno empleo lo reducen al buen funcionamiento del mercado laboral, un mercado más. El paro no es, para ellos, una lacra social, sino una anormalidad en el funcionamiento de ese mercado. La calidad del empleo, los derechos laborales del trabajador no cuentan demasiado. Todo consiste en crear el contexto adecuado, eliminando, por ejemplo, el seguro de desempleo, o situándolo en niveles testimoniales, para que el parado acepte libremente cualquier trabajo por bajo que sea el salario y duras las condiciones laborales. ¿Libremente? Sí, libertad para morirse de hambre