Capitalismo Anárquico
Tengo que reconocerlo. He
experimentado en los últimos días una morbosa complacencia al escuchar
determinadas manifestaciones. Me refiero a las de todos aquellos que ahora se
despiertan y caen en la cuenta que el mercado de hidrocarburos no es un mercado
libre. Tanto tiempo haciéndose lenguas de los ingentes bienes que se derivarían
de las privatizaciones, para venir a reconocer que todo se ha reducido a la
sustitución de monopolios públicos con precios administrados por oligopolios
privados con precios libres. Ministro de Industria hubo que violentando hasta
el sentido común, llego a argumentar que la eliminación de los precios máximos
tendrían un efecto beneficios sobre la inflación. Evidente contrasentido,
porque la más elemental lógica indica que las limitaciones máximas lo único que
impiden es que los precios suban, nunca que bajen.
Es cierto que existen variables
objetivas que fuerzan al alza los precios de los carburantes: Restricciones de
suministros de la OPEP, apreciación del dólar, etc., pero no es menos cierto
que el mercado está controlado por unas pocas empresas que imponen sus
condiciones. Hasta la Comisión de la Unión Europea ha denunciado el oligopolio
español, y ha sido el propio vicepresidente segundo del gobierno el que ha
afirmado que el precio de las gasolinas había subido en nuestro país un 140%
más que en el resto de Europa. Y eso que la competencia tampoco reina en el
mercado europeo del petróleo, como parece deducirse de la decisión adoptada por
el gobierno italiano de imponer multas astronómicas a las compañías por precios
abusivos, o las advertencias lanzadas por el gobierno francés.
El problema es de fondo. ¿Hasta
qué punto puede existir competencia en estos sectores estratégicos? Petróleo,
gas, electricidad, transportes, comunicaciones. etc. Resulta bastante irónico
que el gobierno español se oponga a la fusión de Endesa e Hidrocantábrico con
el argumento de que la existencia de sólo tres empresas en el mercado dañaría
fuertemente la competencia. La pregunta surge de manera inmediata. Tres
empresas sí, y cuatro no.
Las privatizaciones y las
llamadas liberalizaciones han empeorado sustancialmente la situación. Antes sí,
los mercados estaban controlados pero se tenía claro quién o quiénes eran los
responsables, en última instancia el gobierno. A pesar de la desconfianza que
hoy despierta la política, y los ingentes defectos que descubrimos en los
sistemas democráticos, habremos de reconocer que un gobierno tiene múltiples
limitaciones a la hora de permitir que se disparen los precios, aunque sólo sea
porque le van a exigir cuentas de la marcha de la economía y debe presentarse
al dictamen de las urnas cada cierto tiempo. Ninguna de esas restricciones les
afectan a los que dirigen las empresas privadas.
Ciertas medidas, como multiplicar
el número de gasolineras, reducir el tiempo de abanderamiento, obligación de
poner las redes logísticas a disposición de todos los operadores, etc.,
mejorarán algo el estado actual, al corregir determinadas rigideces; pero de ninguna manera solucionarán el problema de fondo. Estas
rigideces no existen en otros países y, sin embargo, los mercados continúan
siendo cautivos de unas pocas compañías. Sectores en que resulta imposible
multiplicar las redes logísticas o en los que se necesitan cuantiosas
inversiones para introducirse en los mercados, el número de empresas siempre
será reducido y resultará difícil por ello que pueda hablarse de verdadera
competencia. El mejor de los casos, ésta podrá darse en alguna medida para el suministro
destinado a Grandes Compañías, con capacidad para entablar un diálogo de tú a
tú con las suministradoras, pero nunca para el resto de los consumidores que no
tendrá más remedio que aceptar contratos de adhesión y las condiciones
impuestas por los oligopolistas.
Habría que preguntarse, además,
cuál ha sido el resultado último de la venta de las participaciones estatales
en todos estos sectores. Se han privatizado, sí, los beneficios. No estoy tan
seguro que pueda hablarse de privatizaciones de hipotéticas pérdidas. ¿Podría
el Estado dejar quebrar, sin intervenir, una de estas compañías, en el caso de
que ciertas aventuras empresariales resultasen fallidas? Pero, lo que aun es
más importante, es que el término privatización resulta incorrecto a la hora de
analizar el poder dentro de las sociedades. El Estado ya no las controla, ¿pero
puede afirmarse que son los accionistas los que toman las decisiones? Cabría
hablar más bien de apropiación, de detentación del poder.
Es frecuente encontrar administradores
que carecen de cualquier título o razón aparente, como no sea el de
determinadas relaciones con el poder político y económico que les han
conducido, a menudo de forma casual, a esos puesto.
Ellos han sabido utilizar la oportunidad y se han blindado en los Consejos,
llenándolos de consejeros independientes, independientes de todos excepto del
que los ha nombrado. A la larga la situación se hace extremadamente peligrosa
porque los intereses de estos nuevos señores de horca y cuchillo no
coincidirán, desde luego, con los de la mayoría de los ciudadanos, pero ni
siquiera con los intereses a medio y a largo plazo de la empresa que dirigen.
Su objetivo se centra en el enriquecimiento personal y en su mantenimiento en
el cargo.
El caso Villalonga
es paradigmático. ¿Quién es Villalonga? ¿De dónde le
viene la legitimidad para manejar desde Miami, a su antojo, el holding
español más importante? ¿A quién representa? En su momento podía pensarse que
al gobierno, pero en la actualidad no creo que pueda suponerse que sigue sus
instrucciones. Tampoco es representativo del capital. Ni siquiera del núcleo
duro. ¿Pero es que acaso tienen derecho La Caixa y el BBVA, con participaciones
reducidas en el capital, a marcar los destinos de la compañía? Y, ¿quién decide
en nombre de La Caixa y el BBVA? ¿Qué títulos tienen? Hemos construido un
capitalismo anárquico. Hemos quitado el poder al Estado y a los representantes
políticos, pero no sabemos muy bien en donde lo hemos situado. Y lo que aun es
peor, existe la certeza de que en este sistema, poder y responsabilidad están
divorciados.