Infraestructuras
El Gobierno acaba de presentar el nuevo plan
de infraestructuras. Lo ha hecho en presencia de toda la plana mayor de los
constructores, señal inequívoca del interés que éstos tienen en que no se corte
el grifo de la obra pública. Será por eso por lo que esta es la única partida
de gasto público que está bien vista, y a la que nadie pone objeciones. No se
puede dudar de que un buen equipamiento en infraestructuras constituye una
variable estratégica para garantizar el crecimiento y el desarrollo, pero ello
no es óbice para que nos preguntemos dónde finaliza lo necesario y comienza lo
superfluo, qué obras poseen realmente una utilidad pública y cuáles otras
tienen su origen en lo meramente estético o suntuario.
Desde los tiempos de Franco sabemos que a
los políticos les encantan las inauguraciones. Todos los alcaldes tienen
vocación de arquitectos. Y está bien que los pueblos se adecenten, pero después
de haber calculado el coste de oportunidad de cada una de las obras que se
acometen. Los recursos son escasos y lo que se emplea en una finalidad no puede
orientarse a otra. En una época en la que se pone en cuestión la sanidad
pública y se defiende el copago, en la que se cuestiona el mantenimiento de las
pensiones públicas, en la que el seguro de desempleo casi ha desaparecido y el
dinero para educación escasea, nadie se siente tentado a preguntarse si las
obras que se proyectan son necesarias, o al menos rentables socialmente hablando
de acuerdo con los recursos que se invierten en ellas. Es curioso que el
Partido Popular, que se apresura a poner objeciones a cualquier aumento del
gasto público, lo único que objete al plan de infraestructuras del Gobierno es que es poco ambicioso.
Madrid es un inmenso agujero que está
acabando con la paciencia de los madrileños. Y no está nada claro que todas
esas obras aumenten en un futuro la movilidad de los ciudadanos. La mayoría
tiene tan sólo un carácter ornamental, que tal vez estaría muy bien si no
tuviese coste alguno o fuese moderado. Y aquí no valen artilugios contables.
Éstos quizás puedan engañar durante una temporada a Eurostat,
pero la realidad se impone y, se contabilice como se contabilice, la deuda hay
que pagarla después. Resulta chusco que
En los últimos tiempos, surge respecto a las
obras públicas otra fuente de presiones, la de las Comunidades Autónomas. En
este tema, como en casi todos, viene resultando difícil trazar un mapa de
necesidades reales en el ámbito nacional. Cada una de las Comunidades pretende
no quedarse atrás y, por supuesto, no ser menos que la vecina. Allá por 1984,
surgió el auge de las televisiones autonómicas. Recuerdo que en una comida, el
entonces director de Televisión Española me comentó: “Mira, la televisión es un
juguete demasiado caro”. Algo parecido debería decirse ahora del AVE, un
juguete que todas las Autonomías desean, quieren que pase por todas sus
ciudades, pero el juguete es demasiado caro. Con el actual plan de
infraestructuras la incógnita radica en saber si el diseño obedece a
necesidades reales objetivamente estudiadas o si se debe más bien a las
presiones de las diferentes Comunidades Autónomas, ya que todas pretenden
contar con AVE y con grandes autopistas; eso sí, financiadas por el Gobierno
central.
Y si de financiación hablamos, resulta
difícil entender el papel del nuevo ente recién creado. Carece de todo sentido
un ente especifico para financiar las
infraestructuras. Las cosas se complican y se alambican innecesariamente. No se
ve la razón, como no sea la de camuflar una vez más el déficit, de que las
infraestructuras hayan de financiarse de
forma diferente a como lo hace el resto de las partidas de gasto, bien mediante impuestos, bien mediante deuda
pública. Si de lo que se trata es de dar entrada al capital privado, éste sólo
puede hacerlo de dos maneras, como concesionario o como prestamista. Para
instrumentar cualquiera de las dos opciones no se necesitan agencias
especiales. Claro que lo que realmente no se necesita es una ley de Agencias,
pero de eso hablaremos otro día.