De nuevo las privatizaciones

Hay quien pretende arrimar el ascua a su sardina, aprovechar la crisis en su beneficio. La CEOE, alguna que otra institución y también bastantes creadores de opinión, utilizando la excusa del volumen ingente de paro que está generando la crisis, reclaman insistentemente el abaratamiento del despido. El Banco de España, por su parte y en la misma línea, saca a colación la inviabilidad del sistema público de pensiones y su necesidad de reforma, reforma que, como siempre, se orienta a reducir la prestación media. Últimamente ha surgido otro tema muy querido por las fuerzas económicas, el de las privatizaciones. Valiéndose del hecho de que como consecuencia de la crisis todos los países están incurriendo en cuantiosos déficits públicos, se alude a las privatizaciones como medio para paliar el desequilibrio presupuestario.

Lo cierto es que en España queda poco por privatizar. Primero el PSOE y más tarde el PP han reducido al mínimo el sector público empresarial, haciendo que todas las grandes empresas públicas pasen a manos privadas. Independientemente de ello, es erróneo afirmar que las privatizaciones puedan ser un medio para reducir el déficit público. Constituyen una venta de activos financieros y, como tales, no afectan a la cuantía del déficit, sólo a su financiación. Lo único que reducen es el volumen de deuda pública que es necesario emitir. Es más, a menudo el resultado es un incremento de los déficits sucesivos. Esto es lo que ha ocurrido con la venta de las grandes empresas públicas. El Tesoro ha dejado de recibir los cuantiosos beneficios que generaban, muy superiores a lo que hubiesen sido los gastos financieros de la deuda pública que se ha dejado de emitir.

Al vender empresas públicas tampoco se incrementa la solvencia de un país. Ésta no sólo depende de lo que se debe, sino también de los activos que se poseen. Las privatizaciones reducen, sí, el endeudamiento público, pero también el patrimonio del Estado, esto es, la  posesión de importantes compañías, muchas de las cuales, como se ha podido comprobar, muy codiciadas por el dinero privado. Por otra parte, conviene tener en cuenta que los recursos que se orientan a la compra de las sociedades estatales muy rentables y sin apenas riesgo no se dirigen a ninguna otra inversión en la que el riesgo tenga que ser mayor. ¿No radicará aquí, en parte, la incapacidad de nuestra clase empresarial para invertir en sectores tecnológicos de futuro, refugiándose en los mercados cautivos de los servicios y en el sector de la construcción?

Además, no parece que lo que en estos momentos se necesite precisamente sea una política contractiva de austeridad y de reducción del déficit público. A pesar del generalizado voluntarismo de anunciar el final de la crisis, la crisis está lejos de terminar. Es desde luego prematuro y puede resultar enormemente contraproducente retirar los planes de estímulo económico. Nunca se repetirá bastante que en los momentos actuales la mejor forma de reducir el déficit a medio plazo es incrementarlo a corto para que la actividad económica se recupere, única manera de lograr el equilibrio presupuestario.