Huelga
de funcionarios
Los funcionarios están en pie de guerra. El
jueves de la semana pasada se pusieron en huelga. La verdad es que no es para
menos, un año más van a perder poder adquisitivo al no tener cláusula de
revisión salarial que compense la desviación de la inflación; pero lo que es
aún más grave, todo indica que también el próximo ejercicio perderán poder
adquisitivo, al establecer el gobierno una previsión de precios absolutamente
ilusoria, y que será la que se utilice para actualizar sus retribuciones.
El gobierno hace trampas de nuevo, sabe que
sus ingresos se incrementarán de acuerdo con la inflación real y, sin embargo,
aumenta los sueldos de los empleados públicos en un 2%, porcentaje a todas
luces inferior. Hace trampas incluso con los pensionistas, cuando califica de
paga extraordinaria lo que en realidad son sólo atrasos, devolverles lo que se
les ha escamoteado a lo largo del año.
Siempre que los empleados públicos plantean
reivindicaciones, no faltan voces en los medios de comunicación que, bien sea
por defender al gobierno, o por atacar a lo público, sacan a colación su
situación privilegiada. Se aduce que gozan de una estabilidad en el empleo de
la que carece el resto de los trabajadores. Habría que contestar en primer
lugar que la anomalía no radica en que los funcionarios gocen de estabilidad,
sino en que otros muchos trabajadores carezcan de ella. De tal modo nos hemos
acostumbrado a la precariedad que consideramos un privilegio lo que debería ser
un derecho de todos los trabajadores.
Pero es que, además, la estabilidad en el
empleo de los funcionarios es ante todo una garantía para los administrados;
garantía de objetividad e independencia, garantía de que la administración
pública no está sometida a los intereses parciales y partidistas de los
respectivos gobiernos. La posibilidad de ser despedidos arbitrariamente crearía
en los empleados públicos una situación de dependencia que les haría totalmente
vulnerables a las presiones políticas. Aun está presente en nuestra memoria
aquella administración de la Restauración, que con la figura del cesante
constituía el botín del partido de turno.
La situación actual, no obstante, dista
mucho de ser ideal. Poco a poco se han ido adoptando distintas medidas que han
incrementado la indefensión de los empleados públicos frente a las presiones
políticas. Muchos puestos de trabajo son aún de libre designación y lo que es
aún peor de libre remoción, lo que constituye un riesgo permanente y por ende
una tentación de que el empleado público se pliegue servilmente en su cometido
a los intereses partidistas, tanto más cuanto que el actual sistema retributivo
ha creado una gran disparidad en las retribuciones de los puestos de trabajo
que puede ocupar un mismo colectivo de funcionarios. La movilidad geográfica y
funcional pueden ser también un instrumento de
chantaje y de presión política.
Existe además en la sociedad una visión
simplona de la función pública. Muchos ciudadanos continúan identificando al
funcionario con el burócrata que detrás de una ventanilla les dice vuelva
usted mañana. Olvidan que hoy la función pública está formada en gran
mayoría por colectivos que nada tienen que ver con trabajos de oficina:
policías, médicos, maestros, bomberos, carteros, etc.
Un deterioro de la administración
repercutirá negativamente, en primer lugar, sí, sobre los funcionarios y demás
empleados públicos que ven cómo año tras año sus retribuciones se reducen en
términos reales, pero en segundo lugar, también sobre todos los ciudadanos, al
empeorar y deteriorarse los servicios públicos.