Primero
de Mayo
El concepto de trabajo ha comportado siempre
cierta ambigüedad: desde la maldición bíblica hasta el "ora et
labora" monástico, desde la consideración peyorativa de actividad
inferior, e impropia de la nobleza, hasta la glorificación presbiteriana y
protestante.
Lo cierto es que a lo largo de la historia,
al margen de místicas y construcciones teóricas mejor o peor elaboradas, el
trabajo ha sido tomado mayoritariamente como una necesidad impuesta por la
naturaleza y cuyo yugo se ha intentado con frecuencia sacudir. La tentación ha
sido permanente: apropiarse del trabajo ajeno para eludir el propio o al menos
para dedicarse a labores consideradas superiores.
En casi todas las sociedades. la esclavitud ha constituido la manera más habitual y tosca
de apropiarse del trabajo ajeno: por la fuerza. En el mundo clásico la
democracia y libertad de algunos y su preeminente
creación cultural y artística se fraguó al coste de la esclavitud de otros
muchos.
La esclavitud fue desapareciendo al unísono
que avanzaba el capitalismo y la revolución industrial. La división del trabajo
y la privación del trabajador de sus herramientas, trasformándole
en asalariado, convirtieron en innecesaria, cuando no en inconveniente, la
esclavitud. La violencia física es sustituida por la coacción de la necesidad
económica. En la nueva situación el paro, el hambre y la miseria actúan como el
acicate mayor que constriñe a los trabajadores y les fuerza a venderse. ¿Para
qué la esclavitud si ahora libremente el trabajador va a aceptar condiciones igual o peores que antes? Conviene no olvidar
que algunos teóricos fundamentaban también la esclavitud en un acto de libre
decisión. Grocio, por ejemplo, lo justificaba en el
derecho de guerra. El prisionero compraba su vida renunciando
"libremente" a la libertad.
Todos conocemos o creemos conocer las
terribles condiciones laborales que rodearon los primeros años, muchos años,
del capitalismo. El que más y el que menos se ha estremecido con los relatos de
Dickens o de Marx sobre las circunstancias y jornadas que afectaban al trabajo,
incluso para niños y mujeres, en las primeras fábricas textiles de Inglaterra y
Escocia. Poca, es verdad, debía ser la diferencia con la esclavitud cuando los
hacendados del Sur de Estados Unidos, si se quiere con cierto cinismo, se
atrevían a defender la superioridad de ésta sobre la simple contratación
laboral, afirmando que quien tiene algo en propiedad lo cuida mejor que el que
lo alquila por una temporada.
La historia del movimiento obrero viene a
ser la lucha permanente de la clase trabajadora para superar esta situación.
Lucha nada fácil, por cierto. Camino lleno de privaciones, padecimientos,
sacrificios, incluso sangre; en ocasiones fracasos, pero en bastantes más,
éxitos, que han ido configurado a lo largo del tiempo las conquistas sociales
de las que ahora gozamos, al menos en las sociedades europeas.
Todo ello es lo que pretende conmemorar en
toda Europa el primero de mayo. Celebración instituida, como jornada de lucha,
en 1889, por la Segunda Internacional, para perpetuar la memoria de los
trabajadores detenidos y ajusticiados por manifestarse en Chicago en petición
de una jornada laboral de ocho horas.
Cada año su celebración, a medio camino
entre la fiesta y la reivindicación, tendría que servir de recordatorio y
aviso. No hay conquistas definitivas. Especial relevancia adquiere en la etapa
actual, en la que desde hace ya bastantes años los derechos sociales lejos de
avanzar retroceden. En los momentos presentes cada nueva reforma laboral,
fiscal o de cualquier otra clase que se aborda representa siempre un paso atrás
en el equilibrio siempre inestable del Estado Social.
Ahora que de forma tan demagógica se habla
del pleno empleo, resulta imprescindible recordar que cualquier puesto de
trabajo no puede recibir el nombre de empleo. Que hubo épocas en que éstos
tenían cierta similitud con la esclavitud. Ahora que se pretende desarmar aun
más el seguro de paro y abaratar de nuevo el despido, conviene no olvidar que
la protección social tiene como misión no sólo cubrir las contingencias
sociales y laborales sino evitar que el trabajador se vea impelido sin remedio
a aceptar las condiciones, por duras que estas sean, impuestas por los
empresarios; romper la ley de bronce de los salarios a la que de nuevo se
quiere retornar.