Estatuto
y sectarismo
Estamos inmersos en
una ola de sectarismo. Espíritu de grupo, de clan, de tribu. No juzgamos las
apreciaciones por sus razones intrínsecas, sino por quien las mantiene. Cerrar
filas con los propios, aun cuando defiendan los mayores disparates, y no dar
tregua al adversario aunque se coincida con él, al menos parcialmente, en
determinados temas. No sé si ello es inherente a la política, quiero creer que
no y que constituye tan sólo un vicio de nuestra actual coyuntura nacional. Lo
cierto es que el espacio político español se divide en cenáculos cerrados,
estancos. Se es de unos o de otros y, situado en un determinado círculo,
automáticamente quedas privado de libertad de
pensamiento y conciencia y condenado a profesar y defender el dogma de la
respectiva iglesia.
Están presentes aun
aquellos años en que muchos miembros del partido socialista tuvieron que poner
patas arriba todas sus convicciones en materia económico-social para adaptar su
discurso a las nuevas pautas que dimanaban de la dirección felipista.
Y después vino lo de Aznar y lo de la foto de las Azores. Sin duda que dentro
del PP, incluso en puestos relevantes, serían bastantes los que tomarían
conciencia de la irracionalidad de la invasión, y de la aún más irracional
postura española tendente a asumir un protagonismo que no nos correspondía.
Seguro que serían muchos aquellos conscientes del coste electoral y político
que tal actitud iba a tener para su partido. Pero ello no les hizo vacilar lo
más mínimo a la hora de apoyar la postura del Gobierno e incluso de arremeter
agriamente contra los que defendían posturas diferentes. ¿Cuántos son los que
hoy en el PSOE están en total desacuerdo con los planteamientos nacionalistas y
por tanto con todo el proceso seguido a propósito del estatuto de Cataluña?
¿Pero cuántos son también los que se engañan a sí mismos y pretenden
convencernos a todos de que al final lo pactado es lo correcto y que se ha
solucionado por completo el problema? Da rubor escuchar cómo algunos se
desdicen y donde dijeron digo, en realidad ahora dicen que quisieron decir
diego.
El sectarismo ha
trascendido la esfera estrictamente política para invadir el mundo de los
medios de comunicación. Hoy, éstos se alinean con el mismo espíritu de partido,
quizás mayor, que los propios políticos. Por eso resulta tan difícil criticar
el estatuto catalán sin que se le identifique a uno de inmediato con la
reacción, lo cual no deja de resultar paradójico porque nada más reaccionario
que las reivindicaciones victimistas de los ricos
frente a los pobres. El espíritu de clan o de partido lleva a que muchos en
estos momentos acallen su mala conciencia queriendo convencerse a sí mismos de
que los acuerdos logrados entre el presidente del Gobierno y CiU cambian
sustancialmente el desaguisado que vino de Barcelona. La coartada es tanto más
fácil de utilizar cuanto que la rabieta protagonizada por ERC puede dar a
entender que no se ha cedido a las pretensiones nacionalistas. Nada más
erróneo, los nacionalistas nunca pierden. Nunca pierden porque nunca aceptan un
estado como definitivo. Lo ha dicho Mas, esto no es el
final, tan sólo un salto, un salto cualitativamente importante que servirá para
dos, cinco o diez años; transcurridos los cuales, vuelta a empezar.
Es cierto que no se
ha aceptado al cien por cien el estatuto original. Sólo faltaría. Pero no es
menos cierto que lo aprobado no puede por menos que dejar un poso de
desasosiego a todo aquel que lo analice sin espíritu sectario. Es el hormigueo
que produce aquello que es irracional y que difícilmente encuentra
justificación. Muchas son las contradicciones que surgen. Quizás la principal
radica en el propio ámbito de negociación, el que se haya concertado
exclusivamente entre el PSOE y los nacionalistas catalanes. Se quiera o no, el
nuevo estatuto no sólo modifica la situación de
El segundo motivo de
contradicción general es el papel asumido por el PSC, su ambigüedad. ¿Es parte
del PSOE, o no lo es? Porque si lo es, en la discusión del estatuto en el
parlamento catalán era el PSOE el que discutía y aprobaba, y no parece lógico
que aprobase algo distinto de lo que después iba a defender en el parlamento
nacional. Y si no lo es, no se entiende muy bien por qué participa en la
elección del secretario general del PSOE o por qué interviene y vota en los
comités federales de este partido si después se reserva el derecho de hacer y
defender lo que le venga en gana. Es la ambigüedad clásica de los
nacionalismos. Somos soberanos y no admitimos que el resto de España se
entrometa en nuestros asuntos (ámbito de decisión, que decía Maragall el pasado
fin de semana en el País Vasco metiendo de nuevo la pata); pero claro, nosotros
podemos intervenir en el resto de España. De hecho, gracias a una ley electoral
disparatada, los partidos nacionalistas vienen interviniendo decisivamente en
el gobierno central en mucha mayor medida de lo que les correspondería por los
votos que representan. Eso sí, sólo para garantizar la gobernabilidad, según
dicen.