La
UE, premio Nobel de la Paz
Si
no fuera porque con las concesiones del premio Nobel de la paz estamos curados
de espanto, nos hubiéramos quedado boquiabiertos al conocer que este año tal galardón
ha sido concedido a la Unión Europea (UE). Pero difícilmente tamaña noticia
puede sorprendernos cuando existe toda una amplia panoplia de nombres que han
recibido esta distinción y no parecen precisamente muy pacíficos. Por citar tan
solo uno de ellos, recordemos a Henry Kissinger,
organizador en la sombra del golpe de Estado de Pinochet y cómplice de la
represión chilena. Lo único extraño tal vez sea que el premio provenga de una
nación que por dos veces se ha negado, con buen criterio, a pertenecer a tan
distinguido club.
La
concesión del premio se inserta en un viejo discurso falaz que pretende
disfrazar a la UE de lo que no es. Esa retórica dulzona que ha cubierto las
verdaderas características del proyecto con un manto de moralina romántica que
nada tiene que ver con la realidad prosaica de una unión mercantil y financiera
que es a lo que, en el fondo, se reduce la UE. Es posible que en la mente de
aquellos visionarios que concibieron por primera vez la idea de unión se
encontrase el objetivo de superar los enfrentamientos entre naciones que en el
pasado habían desangrado Europa mediante dos guerras mundiales, pero si esa
finalidad alguna vez existió, muy pronto quedó aparcada para dejar paso a un
proceso caracterizado únicamente por la integración de los mercados, bien sean
comerciales o financieros.
El
Tratado de Roma significó el triunfo de las tesis funcionalistas cuyo máximo
representante era Jean Monnet. Ante la imposibilidad
de avanzar en la unión política, demostrada por el fracaso en 1954 de la
Comunidad Europea de Defensa (CED) propuesta por Francia, se pretende
desarrollar la unión económica en el supuesto de que más tarde y poco a poco se
lograría la unión política. Vana ilusión, pura quimera. Este enfoque gradual
tenía un pecado original, el ser asimétrico, avanzar solo en los aspectos
comerciales, financieros y monetarios, sin apenas dar pasos ni en la
integración política ni tampoco en las esferas social, laboral, fiscal o
presupuestaria; tal asimetría conducía, en consecuencia, al imperio del
neoliberalismo económico, ya que, mientras los mercados se integran y se hacen
europeos, los poderes democráticos, que deben servir de contrapeso y corregir
sus errores y la injusta distribución de la renta, quedaban en manos de los
gobiernos nacionales.
La
asimetría en el proceso lleva en su seno, tal como ahora se está haciendo
patente, la destrucción del propio proyecto o, al menos, de los principios que
habían animado su creación. El colosal desarrollo de algunos aspectos, dejando
paralizados y anémicos otros complementarios, tenía por fuerza que alumbrar un
monstruo, inarmónico y pletórico de contradicciones que, lejos de propiciar la
unidad entre los países, incrementa sus diferencias e incluso los recelos que
se pretendían superar. Si hace algunos años podía caber alguna duda, hoy
resulta evidente que la UE del Acta Única y de Maastricht ni es unión ni es
europea. No es unión, porque la imposición de una convergencia meramente
nominal lleva inevitablemente a incrementar la divergencia real entre los
países, y no es europea porque va a destruir los dos elementos que se suponía
más genuinos de Europa: la democracia y el Estado social. Resulta un sarcasmo
que entre los motivos del comité para conceder el premio Nobel se citen el
asentamiento de la democracia y la defensa de los derechos humanos.
Si
los enfrentamientos y las contiendas han desaparecido en buena medida de Europa
no ha sido por la UE, más bien hay que decir que a pesar de ella, porque
incluso en los momentos actuales se ha convertido en un boomerang de efectos
contrarios a la finalidad que en un principio los padres fundadores afirmaban
querer conseguir. Hoy se ha abierto ya una enorme brecha entre los países del
norte y los del sur, ha surgido un fuerte sentimiento antigermánico
en países como Grecia, Portugal, España o incluso Italia, al tiempo que en
Alemania se extiende una opinión profundamente despectiva con respecto a los
ciudadanos de estos países.
En
países como Grecia, que vivieron en directo la última contienda europea y la
ocupación alemana, el fantasma de un IV Reich está haciendo su aparición y es
fácil que piensen que el Sacro Imperio Romano Germánico, bautizado en Alemania
como I Reich, ha estado siempre presente en el imaginario colectivo del pueblo
alemán, y que por ello pudo ser resucitado tanto por Bismarck (II Reich) como
por Hitler (III Reich). Hoy existe la sospecha de que la UE, paradójicamente,
se ha podido convertir en el mejor vehículo para que Alemania retorne a los
planteamientos imperialistas y surja de nuevo el sueño de establecer su
hegemonía en Europa. Cierto es que ahora no se trata de una dominación bélica,
pero sí -de acuerdo con los nuevos parámetros históricos- económica, tanto o
más efectiva.
Ángela
Merkel se sumó a los parabienes por la concesión del
premio y presentó el euro como otra encarnación de la idea de Europa, como
comunidad de paz y de valores. Supongo que muchos griegos habrán considerado
esto, en el mejor de los casos, como una broma de mal gusto.