La primera víctima

Resulta un tópico afirmar que la primera víctima de una guerra suele ser la libertad de expresión. Un tópico y no sé si, hasta cierto punto, una inexactitud. Y no es que en las guerras no imperen la censura y la manipulación informativa. En todas ellas hemos sido testigos de cómo se distorsionaban los hechos. No hay que esforzar en exceso la memoria para recordar aquella foto que durante la Guerra del Golfo dio la vuelta al mundo, un ave muerta y enfangada en petróleo, mientras se anunciaba la mayor catástrofe ecológica de la historia, obra de Sadam. Más tarde supimos que la foto era muy anterior y nada tenía que ver con la guerra.

Cómo no recordar también aquella escena melodramática representada en el Senado de EEUU por una adolescente que narraba el modo en que los soldados iraquíes habían entrado en el hospital de Kuwait en el que trabajaba como enfermera, y sacado de las incubadoras a más de trescientos niños para pasarlos a cuchillo. Después resultó todo un montaje organizado por una gran empresa de relaciones públicas financiada por el dinero kuwaití, y la joven enfermera, la hija del embajador de este país en EEUU.

Y qué mayor manipulación del lenguaje y de la información que utilizar la expresión “daños colaterales” –tal como hacían los responsables de la OTAN  en la guerra de Kosovo– para referirse a la masacre de inocentes en los bombardeos, siempre que las fuerzas de la Alianza se equivocaban, lo que ocurría con demasiada frecuencia. La desinformación y la censura debieron estar muy presentes cuando únicamente muchos años después, al aparecer entre los soldados destinados en Bosnia un número sospechoso de casos de cáncer, descubrimos que EEUU había empleado armas radioactivas.

Pero, con todo, afirmar que la libertad de expresión y la información son las primeras víctimas de la guerra puede ser una inexactitud, porque sólo se puede asesinar lo que previamente vive y la libertad de expresión, con guerra o sin ella, hace tiempo que es una mera apariencia. Nuestra sociedad es mediática. Quien posee los medios posee la información y la capacidad de manipularla. Y los medios son del poder, se llame político o económico.

En los asuntos bélicos se utiliza la intoxicación informativa, si bien no en una medida mucho mayor que la que se usa a diario en la mayoría de los asuntos políticos o económicos. Desde las Azores se nos intenta engañar asegurándonos que la resolución 1.441 del Consejo de Seguridad de la ONU autoriza un ataque a Irak; pero también se manipulan los hechos cuando un gobierno pretende convencer a sus ciudadanos de que la rebaja en un impuesto progresivo como el de la renta beneficia a las clases bajas, o cuando se insinúa que para hacer viable el estado de bienestar hay que reformarlo, es decir, jibarizarlo.

Lo que sucede es que ante una guerra las consecuencias son, si se quiere, más trágicas, más dramáticas, la manipulación informativa más repulsiva, la mentira más odiosa e irritante. ¿Cómo escuchar impávido que se pretende salvar a los iraquíes sometiéndoles a la devastación y al bombardeo del ejército con mayor capacidad destructiva del mundo? ¿Cómo no indignarse cuando quienes están dispuestos a violar las reglas del juego de la ONU afirman que lo hacen para salvar a esta institución? Es como si Tejero hubiera proclamado que lo que pretendía era salvar el parlamento y la democracia.

Quizás por ello, por lo que de límite tiene toda situación bélica, los ciudadanos buscan las rendijas para escaparse del cerco mediático. No se resignan a la mordaza y protestan con los escasos instrumentos a su alcance, por ejemplo, haciéndose presentes con sus gritos allí donde saben que va acudir alguna autoridad. Logran así que su contestación aparezca, aunque sea momentáneamente, en la prensa. Y curiosamente no falta entonces quien se rasga las vestiduras voceando que se impide la libertad de expresión. La libertad de expresión de aquellos que tienen todos los medios de comunicación a su alcance.

La nueva guerra que se avecina certificará la muerte de la legalidad internacional, testificará la existencia de una dictadura mundial. Pero no crea nada nuevo, simplemente hace más patente un hecho preexistente. Que lo que llamamos orden y democracia, tanto en el interior como en el exterior, es sólo fachada y farfolla, cáscara que oculta una realidad mucho menos complaciente: la del imperio del más fuerte, sea en armas o en dinero.