Marbella más allá de la anécdota

En este mes, Marbella ha estado de actualidad. Incluso, algunos días ha ocupado las primeras páginas de los periódicos. Habría que preguntarse dónde se encuentra la noticia. Hace ya mucho tiempo que todo el mundo sospechaba e intuía que la corrupción reinaba en esa localidad. Era de suponer; como también lo es que no se trata del único caso y a lo mejor ni siquiera del más relevante, quizás tan sólo del más hortera y zafio.

Constituye una burda simplicidad pretender explicar la corrupción, sea del tipo que sea, exclusivamente por la maldad de los actores, sin analizar el escenario en que se produce y las condiciones que la permiten. En el siglo XVIII, Montesquieu ya se planteó el mismo problema y concluyó que el buen funcionamiento de un sistema social y político no puede confiarse a la bondad de los gobernantes; si son honestos, mejor, pero se precisa de estructuras, procedimientos y leyes que impidan que delincan, en el caso de que estuviesen dispuestos a hacerlo.

Bueno será, por tanto, que en casos como el de Marbella, trascendamos las anécdotas, las gacetillas de famosos y el morbo rosa, y nos preguntemos cuáles son las condiciones que permiten que la corrupción campe a sus anchas en los Ayuntamientos. Al tratar de las causas, lo primero que aparece es el problema del suelo. Ciertamente no es el único ámbito en el que se da la corrupción, pero sí, sin duda, el principal; y es que la actual normativa permite que el enriquecimiento de un particular dependa de una decisión administrativa. La situación es a todas luces inquietante e injusta; la tentación, demasiado fuerte, y la propensión a la corrupción, evidente. Pero es que aunque no existiese cohecho o tráfico de influencias y el proceso fuese muy objetivo, no deja de ser escandaloso que alguien pueda enriquecerse tan sólo por tener la suerte de que una decisión administrativa recalifique una propiedad de rústica a urbana.

Todo el mundo critica la normativa actual, pero algunos remedios son peores que la enfermedad; por ejemplo, los que propugnan liberar todo el suelo, es decir, convertirlo todo en urbanizable. Sería el caos urbanístico, la ley de la selva. Además , dudo mucho de que por ese procedimiento se terminase con la especulación. Ésta se produce por la acumulación en pocas manos y este acaparamiento en absoluto desaparecería. La verdadera solución, sin embargo, es bastante sencilla si existiese voluntad política, aunque no parece que los partidos estén demasiado dispuestos a afrontarla. Se trata de crear procedimientos reglados y transparentes a la hora de recalificar el suelo y destinar el beneficio extraordinario de la recalificación -si lo hubiere- al erario público. Desaparecido el lucro privado, desaparecería con él la posibilidad de corrupción.

En primer lugar, habría que elaborar planes de urbanismo transparentes que no podrían quedar exclusivamente en manos de los Ayuntamientos; precisarían de la aprobación de la respectiva Comunidad Autónoma y en algunos casos, como en el de las costas, de la Administración Central. En segundo lugar, de acuerdo con dichos planes y según se fuese necesitando suelo para edificar, se expropiarían los terrenos rústicos, pero al precio de rústico, al igual que se hace con las obras públicas. Una vez expropiados, se recalificarían y venderían en pública subasta, con la obligación impuesta al adquirente de edificar en un periodo corto de tiempo a efectos de evitar la especulación. Con toda seguridad, el precio del suelo se reduciría, desaparecería la corrupción al eliminar el pelotazo de las recalificaciones, y la única ganancia, de haberla, repercutiría en las arcas municipales, es decir, en beneficio de todos los vecinos.

Existe cierta postura bobalicona que canta las excelencias de la autonomía municipal y proclama la conveniencia de desconcentrar aún más las decisiones en los Ayuntamientos con el argumento de que están más cerca de los ciudadanos que otras Administraciones. Este factor no siempre constituye una ventaja, más bien al contrario puede convertirse en un handicap, al perder objetividad e imparcialidad en las decisiones a tomar. Cualquiera que conozca la Administración sabe que hay un proceso de menor a mayor discrecionalidad, cuando no arbitrariedad, según se pasa de la Administración central a la autonómica, y de ésta a la municipal. Cuanto más pequeña es una Administración, más fácil es que no se cumplan los procedimientos reglados y más difícil que funcionen los mecanismos de control, al estar condicionados y presionados por las respectivas autoridades y por los intereses partidistas de las fuerzas políticas.