El paro de los camioneros

El paro de los camioneros, si no ha paralizado –como dicen algunos– el país, sí ha causado serios problemas a los ciudadanos y a la economía. Comencemos señalando una evidencia que, sin embargo, no se ha tenido muy en cuenta. No estamos ante una huelga en sentido estricto sino, en cierta forma, ante lo que en otros tiempos se llamaba lock-out, es decir, un cierre patronal. Es verdad que en la mayoría de los casos se trata de empresas pequeñas, en otros de trabajadores autónomos, pero eso no implica que no posea características distintas a la huelga, ya que aquí no existe un patrono a quien reclamar.

¿A quién reivindicar? ¿Con quién hay que negociar? Aquí comienzan las paradojas, porque tanto los interesados como el resto de la opinión pública se dirigen al Gobierno. No es que mi intención sea precisamente la de defender al Ejecutivo, pero resulta difícil no ver la contradicción de una sociedad que proclama el libre mercado, que reniega de toda intervención estatal y que, no obstante, apoya que todos los sectores se vuelvan hacia papá Estado tan pronto como tienen dificultades. Ante la crisis financiera, han sido los banqueros; los constructores y los promotores ante la de la vivienda; ahora, los agricultores, pescadores y transportistas.

Los camioneros basan fundamentalmente sus reivindicaciones en la subida del petróleo. Pero una pregunta surge de forma inmediata. ¿Por qué no repercuten el incremento de costes debido a los hidrocarburos en las facturas? Lo lógico es que el contencioso se hubiese planteado entre los camioneros y sus clientes y no entre los camioneros y el Estado. La contestación de los transportistas sería presta: no podemos. Pero si no pueden es bien porque no funciona el mercado, bien porque la oferta es excesiva y sobran empresas de transporte o bien, como parece más probable, por un combinado de ambos factores.

Es sintomático que sean precisamente las empresas pequeñas las principales protagonistas del conflicto y los que representan a las grandes compañías los que han llegado rápidamente a acuerdos con la Administración. Y es que en el fondo lo que está en el origen de la contienda es un mercado que de libre tiene muy poco. Vivimos en una ficción continua. Hacemos profesión de libre competencia y razonamos y construimos la teoría bajo estos supuestos, pero la realidad es muy otra, y en casi todos los sectores la concentración de empresas conduce al control del mercado por un número reducido de ellas.

Los camioneros en huelga chocan, por una parte, con las grandes empresas del transporte y, por otra, en muchos casos, con clientes de dimensiones también gigantes que imponen precios. En esas condiciones se sienten impotentes para trasladar los incrementos de costes, por eso su principal exigencia es la fijación de tarifas mínimas. En realidad, su problema no es muy distinto del que tiene el pequeño comercio frente a las grandes superficies, quizá agravado en el sector del transporte por la concentración de la demanda en grandes compañías con las que resulta difícil luchar.

También es muy posible que detrás de la exigencia de tarifas mínimas lo que se esconda sea un exceso de oferta. La debilidad de nuestro sistema de protección al desempleo, unida a la tendencia de las empresas a externalizar los servicios lleva a que, en bastantes ocasiones, el paro se refugie bajo la figura de autónomo. Solo hay que ver de qué modo este colectivo se ha incrementando. En sectores como en el del transporte es fácil que el número de autónomos aumente en los momentos de dificultades económicas y que el exceso de oferta unido a las restricciones en la demanda haga imposible que los precios se adecuen a los costes.

Por otro lado, existe la lógica resistencia a reducir beneficios por parte de algunas pequeñas empresas. No deja de resultar ilustrativo escuchar por la radio a uno de los huelguistas afirmar que sus beneficios en el último año se habían reducido en 28.000 euros. Seguro que a otros muchos ciudadanos, también afectados por la crisis, no han visto reducirse sus ingresos en esa cantidad, por la sencilla razón de que no la ganan ni en las mejores condiciones. Y este es el gran reproche que cabe hacer a los huelguistas, su falta de sensibilidad para comprender que la crisis va a golpear a la mayoría de los ciudadanos, y a muchos de ellos en mayor medida que a los transportistas. En la actual organización económica, unos son los que se apropian de los beneficios en tiempos de bonanza y otros, la mayoría, los que asumen los costes en tiempos de crisis. Bastantes de los que han protagonizado las movilizaciones se encuentran, tal vez, en un terreno intermedio en el que, ciertamente, ahora sufren las consecuencias de la crisis, pero algo participaron de la anterior prosperidad; por eso se entiende mal que vengan a plantear sus reivindicaciones al Gobierno porque, en realidad, no es al Gobierno al que reclaman sino al Estado, es decir, a todos los españoles, y son los recursos de todos los ciudadanos los que emplea el Gobierno para llegar o no llegar a un acuerdo. Los camioneros tienen razón cuando afirman que la mayoría de ellos no pagan ya el IAE, pero hay que recordarles que, hasta hace muy poco, sí estaban gravados por este impuesto y que su exención se ha logrado a base de compensarlo con otros tributos, principalmente con el de bienes inmuebles que recae sobre muchas personas de ingresos quizás inferiores.

Los transportistas han actuado estos días con una enorme prepotencia, amparándose mucho más que en las razones y en los argumentos en el poder que les concede su situación estratégica y en el ejercicio de la fuerza, en gran medida ilícita e incluso delictiva. Han actuado con absoluto desprecio del daño que causaban a otros colectivos tan perjudicados como ellos por la subida del precio del petróleo. Altamente ilustrativas son las quejas vertidas en la radio por un representante, trabajador autónomo cuyos únicos ingresos son las comisiones, y que tiene que desplazarse con su automóvil particular. Ha visto subir sus costes por el incremento de los carburantes, reducir sus ingresos por la contracción del consumo y encima se ve atrapado en la carretera por la huelga de los transportistas. ¿A quién reclama? ¿Debe ir al Gobierno a que le compre lo que no ha podido vender o a que le subvencione la factura del gasóleo?

El problema es global y la solución también debe serlo. Pero para ello lo primero es poner en cuestión todo ese discurso económico que nada tiene que ver con la realidad. Se trata de negar la mayor y no simplemente ir a pedir subvenciones o exenciones fiscales que salen del bolsillo de otros colectivos. El Gobierno en esta crisis ha vuelto a mantener la ficción. Ha vuelto a negociar con quienes no tenían el problema y estaban dispuestos, por consiguiente, a llegar a un acuerdo en el momento en que les ofreciesen unos cuantos beneficios fiscales y presupuestarios que, por otra parte, con la actual organización económica, es lo único que el Gobierno podía conceder y eso a costa de los recursos de todos los españoles.

Si es un gobierno liberal, al menos se debía de haber comportado como tal y haber mantenido el orden público desde el primer día. Bien es verdad que, desde el punto de vista electoral, desde la finalidad de lavar su imagen ante la opinión pública, ha sido positiva la estrategia. No en vano Rubalcaba es, sin duda, el mejor político (para lo bueno y para lo malo) de los últimos años. Convenía dejar que los camioneros realizasen en los dos primeros días todo tipo de desmanes, para que se granjeasen la enemistad de la ciudadanía y así, cuando el gobierno aplicase mano dura, fuese aplaudido por el personal.