De Iberia a la OMC

No somos conscientes, quizá, de la trascendencia de lo acaecido el jueves por la noche. Una empresa privada, guiada por sus intereses particulares, estuvo a punto de sumir en el caos a este país suspendiendo casi en su totalidad el tráfico aéreo.

Porque independiente de lo que se piense de la huelga de pilotos -por otra parte han protagonizado únicamente tres jornadas de paro y se estaban cumpliendo de forma escrupulosa los servicios mínimos- lo verdaderamente grave es que Iberia utilizó un servicio público para intimidar al poder político legítimo, y forzarle a decretar el arbitraje obligatorio. Y más grave aún es que el Gobierno cedió al chantaje y a pesar de que el Ministro de Fomento reaccionó al principio de forma correcta, el ejecutivo al día siguiente acabó por allanarse a los deseos de la compañía.

Pasando de la anécdota a la categoría, la gravedad se encuentra en todo el proceso de privatizaciones y en la mal llamada liberalización, mediante los cuales el Estado, abdicando de sus competencias y responsabilidades, ha transferido, a las fuerzas económicas, sectores estratégicos, y con ellos un inmenso poder y capacidad de coacción. Estamos comenzando a sufrir las primeras consecuencias. Esta semana ha sido el chantaje de Iberia. Hace algunos días fueron las compañías eléctricas las que advirtieron sutilmente del peligro de que este verano se produzcan cortes en el suministro eléctrico; presionan así al Gobierno para que adecue las tarifas a sus intereses. El riesgo de apagones no es, desde luego, quimérico y con seguridad será más elevado a medio plazo. Todo depende de los recursos que las compañías estén dispuestos a canalizar hacia nuevas inversiones y puede muy bien ocurrir que éstas no se encuentren precisamente entre sus prioridades. De hecho, en el año 2000 ya han invertido 55.000 millones de pesetas menos que el año anterior.

Pero los amantes del neoliberalismo no se conforman con las privatizaciones realizadas hasta el momento. A la chita callando, la Organización mundial del Comercio (OMC) ha retomado las negociaciones del Acuerdo General sobre Comercio de Servicios (AGCS). El fracaso de Seattle no les desanima. Hay muchos intereses en juego. El poder económico internacional contempla con ojos golosones la gran tarta del sector servicios, parte de ellos aun en manos del sector público, especialmente en Europa. Campos como el de la educación, la salud o el medio ambiente están en el centro de la diana.

La Unión Europea desempeña un papel destacado en estas negociaciones que se llevan con total sigilo, no sea que despierte antes de tiempo la oposición de los ciudadanos. La OMC cuenta con un aliado fiel, el comisario Pascal Lamy, que mantiene el programa y el equipo de su antecesor el thatcheriano Britam. El comisario y sus colaboradores actúan en realidad como delegados y mandatarios de las grandes compañías que son las que fijan los objetivos, las prioridades y los medios a utilizar. Todos son conscientes de que no podrán optar al pastel de los terceros países que ambicionan, sin privatizar previamente los servicios nacionales, con lo que de un solo disparo se apoderan de dos presas.

El AGCS pretende resucitar algunas de las normas del acuerdo multilateral de inversiones (AMI) -de momento en estado de letargo-, y erigirse en juez de las regulaciones interna de los gobiernos, declarando a éstas impedimentos no necesarios para el comercio.

El por ahora non nato AMI, y la OMC con su proyecto de AGCS constituyen los últimos eslabones de una profunda transmutación política y constitucional. Si el estado social -forma adoptada e indiscutible de organización política en todos los países europeos hasta hace veinte años- establecía la necesidad de que el poder económico estuviese sometido y regulado por el poder político democrático, hoy con el orden nuevo que se nos propone el proceso es el inverso. Se pretende que los Estados, los gobiernos legítimos, las instituciones democráticas, estén supeditadas a las grandes compañías y a las fuerzas económicas internacionales. En estas coordenadas resulta bastante difícil hablar de democracia.