La
Europa del capital en la Constitución Europea
Cualquier análisis de la
llamada Constitución europea ha de iniciarse negando su
carácter de verdadera constitución. Basta una somera lectura para darnos cuenta
de que se reduce a un simulacro, a una pantomima. Nos encontramos más bien ante
un Tratado, farragoso, lleno de excepciones, limitaciones y salvaguardas en el
que se adivina fácilmente la auténtica naturaleza de la
Unión y su finalidad última: implantar un espacio económico de
libre circulación de mercancías, de capitales y una unión monetaria que
facilite las transacciones comerciales y financieras, con ausencia de cualquier
intervencionismo estatal, como no sea aquel mínimo necesario para que los
mercados funcionen. El modelo trazado constituye pues el ideal de los intereses
empresariales y económicos, la
Europa del capital.
Sin duda, lo más sintomático de la
nueva Constitución es precisamente su negación de tal o, dicho
de otro modo, las ausencias y carencias de todos aquellos elementos que configuran
una Unión Política, propios de un verdadero texto constitucional y que
actuarían de contrapeso al mercado. A principios de la década de los ochenta, a
la
Comunidad Económica Europea , que durante
muchos años había permanecido más bien estancada, se le presentaba una
disyuntiva: crecer en intensidad o en extensión. Desde el Acta Única, y no
digamos desde el tratado de Maastricht, se vio claro que la elegida era la
última opción. Por si quedaba alguna duda, la reciente ampliación tendría que
haber desengañado por completo a los más crédulos. En la
Europa de los seis era posible pensar en la
Unión Política ; en la de los quince,
difícil; en la de los treinta con países tan heterogéneos, inviable, y no
digamos si un día Turquía accede al círculo de los elegidos.
Hoy no titubearíamos en calificar de
capitalistas a la mayoría de los países europeos. Pero tal término resulta
ambiguo, sobre todo si nos fijamos en la heterogeneidad que comporta tanto
histórica como geográficamente. El capitalismo, como sistema económico, ha
sufrido fuertes transformaciones. Nada tiene que ver el capitalismo liberal de
los siglos XVIII y XIX con el Estado social asumido en la actualidad, al menos
en sus constituciones, por la mayoría de los países occidentales. El orden
político-económico que hemos denominado Estado social y que se ha mantenido en
nuestros países a lo largo de buena parte del siglo XX constituye un sistema
mixto, mitad capitalismo, mitad socialismo, porque si bien se acepta la
propiedad privada y la economía de mercado, a ninguna de estas dos realidades
se les concede un carácter absoluto sino que están subordinadas a la economía
general y al interés social.
El principio que subyace bajo esta
concepción política es el de que el mercado no es un sistema espontáneo,
perfecto y autorregulado que pueda abandonarse a sus propias leyes y que, por
lo mismo, necesita de la intervención, corrección y controles estatales. En
primer lugar, porque no asigna eficazmente los recursos ni distribuye de manera
equitativa la renta. En
segundo lugar, porque si el Estado -es decir, la
sociedad organizada democráticamente- no controla la
economía será el poder económico el que controle al Estado y a la
sociedad. Para los defensores del Estado social, la negación
de éste implica también la negación del Estado liberal y democrático, ya que,
bajo tal apariencia, se instaurará una de las peores dictaduras por ser anónima
e impersonal, pero muy eficaz, la dictadura del capital.
El Estado social consiste, en
definitiva, en aceptar el especial protagonismo del Estado en el proceso
económico. Son, por consiguiente, los poderes públicos los responsables del
desarrollo económico pudiendo contar para ello con todo tipo de instrumentos,
incluyendo la intervención directa como empresario e incluso la reserva de
sectores o recursos, cuando así lo exija el interés general. Esta concepción
política genera su consecuencia más inmediata en que no sólo se tutelan
derechos civiles, sino también, y con la misma relevancia, económicos. En
primer lugar, el derecho a un puesto de trabajo que, para convertirse en
efectivo, va acompañado del mandato a los poderes públicos de realizar una
política de pleno empleo, porque de lo contrario, el ejercicio del derecho por
una parte de la población lleva implícita la negación del mismo para el resto.
En segundo lugar, los derechos
derivados de la protección social, lo que se ha dado en llamar en otras
latitudes el "Welfare State"
o economía del bienestar, de los que el Estado es garante: seguridad social
pública, prestación por desempleo, pensiones adecuadas y periódicamente
actualizables, sanidad pública, educación, vivienda digna y adecuada,
impidiendo los poderes públicos la especulación del suelo, y toda una larga
lista de previsiones recogidas en la mayoría de las constituciones europeas y,
desde luego, en la española.
El Estado Social
debe constituirse como un Estado financieramente fuerte con un sistema fiscal
dotado, por una parte, de la suficiencia necesaria para atender las
obligaciones anteriormente señaladas y, por otra, de la progresividad adecuada
para ser uno de los principales instrumentos en la redistribución de la renta
corrigiendo así el reparto primario que realiza el mercado.
Pues bien, son todos estos elementos
los que no sólo se encuentran ausentes de la
llamada Constitución europea, sino que además ésta diseña un
juego de competencias y reglas que los obstaculizan e impiden. Esta afirmación
puede parecer arriesgada. Habrá sin duda quien mantenga que es suficiente ojear
el índice para comprender que no es cierta. Es verdad que a lo largo de sus
páginas aparecen con frecuencia declaraciones de principios grandilocuentes:
empleo elevado (curiosamente no se habla de pleno empleo) salarios adecuados,
condiciones de trabajo justas, etcétera. Pero todo eso no basta si no se
habilitan los mecanismos pertinentes o incluso si se diseña un sistema en el
que resulte imposible su cumplimiento. Es verdad que los primeros artículos
pueden inducir a confusión y hacernos pensar que los valores del Estado social
son asumidos por la Unión , pero basta adentrarnos en el juego
de las competencias para comprender que, en la práctica, se niega lo que se
pretende proclamar en la teoría.
En primer lugar, en el Tratado que da
a luz la
llamada Constitución europea, todos estos elementos que,
configuran el Estado social quedan al margen de las competencias de la
Unión. Éstas, según el artículo I-13 de la primera parte, se
circunscriben en exclusiva a la unión aduanera, a las normas sobre competencia
para el funcionamiento del mercado interior, a la política monetaria de los
países cuya moneda es el euro, a la conservación de los recursos biológicos
marinos dentro de la política pesquera y a la política comercial común. En el
artículo I-14 se determinan también unas competencias compartidas con los
Estados miembros, entre las que se encuentra la política social, pero tan sólo
en los aspectos definidos en la
parte III ; y cuando se examina ésta última aparece de forma
clara que la única competencia radica en una estipulación de mínimos realmente
parva y además condicionada a que cualquier avance deba aprobarse por
unanimidad, que sin duda en una Europa de los treinta es condenar esta política
al inmovilismo y a la
esterilidad. Los aspectos sustanciales de un Estado social:
fiscalidad, política laboral, política social, etcétera, quedan recluidos al
ámbito de los Estados miembros, con el agravante de que los otros parámetros de
la Unión
les impedirán llevarlos a cabo.
A pesar de lo que pueda parecer a
primera vista, la
Unión Europea renuncia a todo protagonismo en materia
económica y a cualquier corrección o intervención en el mercado. O, mejor
dicho, su intervención se reduce a mantener la competencia, especialmente a que
ningún Estado miembro otorgue un trato de favor a sus empresas nacionales en
contra de las extranjeras. Cuando se lee con detalle el Tratado se ve que esta
idea es la que domina todo el texto. No sólo porque sea extensísima la parte
que se dedica al mercado único, a la política comercial y a una teórica defensa
de la competencia, sino porque en gran parte del resto, al tratar cualquier
otra materia, se tiene muy presente esta finalidad, hasta el extremo de
condicionar cualquier medida o principio a que no interfiera lo más mínimo el
juego del mercado. En cierto modo, de ahí deriva el carácter farragoso del
texto, lleno siempre de incisos y excepciones.
Si la
Constitución española -y en mayor o menor
grado todas las constituciones europeas- supedita la
economía de mercado y la propiedad privada al bien general y a la utilidad pública,
el tratado constitucional que próximamente vamos a votar invierte los términos,
todo se supedita a la libertad de mercado. En la
Unión , la política económica se
reduce a la política comercial, entendida ésta como defensa a ultranza del
libre cambio. Sólo hay una excepción, la política agrícola y pesquera,
mostrando así, bien a las claras, la incoherencia que ha presidido la
construcción del proyecto, determinado mucho más por el equilibrio de intereses
que por un sistema consistente.
Pero, con todo, lo
peor no es la inhibición que la
Unión adopta frente al mercado, sino que en su frenética
búsqueda de esa quimera llamada competencia obliga a los Estados nacionales a
inhibirse también. Hay pues un cambio radical del modelo político y económico,
un retorno al modelo neoliberal, al de laissez faire, laissez passer, en el que la
Unión se transforma no sólo en pieza pasiva sino en gendarme
de la autonomía del mercado. El problema es que, tal como se demostró en el
pasado, el calificativo de libre aplicado al mercado suele ser un espejismo.
Los mercados casi siempre están controlados, y cuando los poderes políticos
renuncian a la intervención es el poder económico, el capital, el que los
domina. Ello es tanto más cierto en los momentos actuales en los que la
concentración empresarial y la acumulación capitalista alcanzan niveles jamás
conocidos.
Algo similar ocurre
con la política fiscal. El sistema tributario es uno, si no el principal, de
los instrumentos con los que el Estado social cuenta a la hora de corregir la
injusta distribución que el mercado realiza de la riqueza y de la
renta. La Unión
ha renunciado a asumir cualquier papel activo en esta materia,
abandonando tal competencia en manos de los Estados nacionales. Ha desistido de
contar con impuestos propios y sus recursos, realmente escasos, provienen de
los países miembros. Quizás, la mejor prueba de cómo la
Unión se organiza alrededor de un esquema liberal sea el
montante ridículo que alcanza su presupuesto. No hay Estado, por federal y
liberal que sea, cuyo presupuesto se reduzca al 1,23% de su PIB. Y, desde
luego, no se encuentra el menor atisbo en todo el texto del Tratado que pudiera
hacernos pensar que el proceso va a caminar por otros derroteros. Con
presupuesto tan raquítico resulta claramente imposible concebir que la
Unión pueda erigirse en contrapoder de las fuerzas económicas.
La renuncia de la
Unión a una política fiscal común implica lógicamente también
que se inhibe de corregir la desigual distribución de la renta que realiza el
mercado, no sólo en el ámbito territorial y regional -los
fondos de cohesión y estructurales son sólo un remedo-,
sino también en el ámbito personal. La
Unión no asume competencias directas en materia de política
social; pensiones, seguro de desempleo,
sanidad, educación, etcétera, son competencia de los Estados miembros. La
Unión , como en otros muchos temas, se reserva en exclusiva la
facultad de emitir alguna norma armonizadora; pero esta facultad, al menos en
tal materia, es mucho más teórica que real, pues el Tratado exige para su
aprobación la unanimidad de todos los Estados miembros. Pensar que treinta
países tan diversos y heterogéneos, con políticas fiscales y sociales tan
distintas, van a ponerse de acuerdo, sin que exista un
sola discrepancia, para dictar una norma común no deja de ser mera fantasía. En
todo caso, la ley armonizadora sería tan de mínimos que carecería de cualquier
eficacia.
Lo mismo cabe
afirmar de la política laboral. La legislación en materia de mercado de trabajo
es competencia exclusiva de los Estados miembros y toda pretensión de
armonización queda cercenada por la obligación de adoptar el acuerdo por
unanimidad, lo que raya en lo imposible en una Europa de los treinta, sobre
todo cuando se trata de países tan heterogéneos.
Hasta el momento, la
Comunidad Económica Europea ha estado muy
lejos de asumir cualquier competencia directa en política fiscal, social o
laboral, pero tampoco ha logrado ninguna armonización en las políticas de los
Estados miembros, mas allá de cuatro principios generales en materia social y
laboral y algunas normas concretas en la imposición indirecta orientadas a su
única preocupación: que el mercado único funcione. El texto del tratado
constitucional no introduce de cara al futuro cambio alguno en este esquema. Es
más, lo blinda, exigiendo, como ya se ha dicho, para todo acuerdo la
unanimidad, lo que convierte en tarea imposible el mínimo avance.
La resultante de
todas estas variables no puede ser más que la muerte del Estado social. Por una
parte, la
nueva Constitución exime a la
Unión Europea de cualquier actuación y competencia directa en
la materia, encomendando teóricamente estas finalidades a los Estados miembros,
pero al mismo tiempo constituye un esquema de funcionamiento que hará imposible
que estos cumplan tales objetivos. La libre circulación de mercancías y
capitales, y la ausencia de una política fiscal, social y laboral común, o al
menos una cierta armonización de las políticas de los Estados miembros,
introducirán a estos en un proceso de absoluta debilidad frente al capital que
amenazará a cada país a emigrar a otras latitudes con condiciones más
beneficiosas para sus intereses en materia fiscal, social y laboral.
Cada Estado, para
atraer capital y no desvertebrarse económicamente, se verá forzado a liberar
más y más a las empresas y al capital de toda tributación, por lo que los
sistemas fiscales irán evolucionando hacia parámetros más injustos basados
exclusivamente en impuestos indirectos y gravámenes sobre las nóminas; deberá
reducir progresivamente los gastos sociales, incapaz ya de mantenerlos después
de haber desarticulado su sistema tributario y se verá obligado a desmantelar
su legislación laboral eliminando todos los mecanismos de protección al
trabajador en un intento de dar facilidades a las empresas y evitar su
deslocalización. En la Europa
de los 30 se pierde toda esperanza de que los países mas pobres y desprotegidos
socialmente lleguen a asimilarse a aquellos que gozan de salarios más elevados
y de protección social más alta; mas bien serán estos los que tenderán a las
condiciones laborales y sociales de los primeros si no quieren que muchas de
sus empresas emigren, caiga la producción y el paro se incremente.
El sistema que se
consolida condena a la impotencia a los poderes democráticos nacionales sin que
en la Unión
se instaure ningún otro poder político con facultades para asumir las
competencias que los Estados miembros ya no pueden ejercer. El poder deja de
ser democrático porque se traslada de los gobiernos a las fuerzas económicas.
Se produce una transformación política de enorme envergadura, un salto brutal
al pasado, el Estado social desaparece para dejar paso al imperio del capital.