A todos no les va igual en la fiesta

Andan los portavoces oficiales echando las campanas al vuelo porque el PIB de la economía española en el pasado año ha aumentado el 2,4%. Y eso a pesar de que las previsiones del Gobierno al principio del ejercicio eran del 3%. Pero de ello ya ni nos acordamos. La verdad es que tampoco la tasa es como para brindar con champán. Si se festeja, es por ser superior a la de otros países europeos. Debe ser que aplican aquello de que en el país de los ciegos el tuerto es el rey. Claro que en este caso a todos nos gustaría ser ciegos, todos estaríamos dispuestos a cambiar nuestra economía por la de Francia o la de Alemania, a pesar de los problemas coyunturales por los que estén atravesando. Si crecemos más que ellos, es precisamente por encontrarnos entre los pobres. Son los países de menor renta como España, Finlandia, Irlanda, Grecia y Portugal los que venimos en estos años incrementando por término medio nuestro PIB en mayor medida que el resto.

El Gobierno también se vanagloria de los muchos empleos creados. Quinientos mil en el año. Desde luego, sería para apuntarse un tanto si los que se han generado fuesen de verdad empleos, pero no todo puesto de trabajo puede recibir tal calificación. Como he reiterado ya en más de una ocasión, con la esclavitud tampoco existía paro. Aumentar el empleo en el 3% mientras el PIB se incrementa en el 2,4%, representa un crecimiento negativo de la productividad. Números cantan. Y no es difícil suponer cuál es la calidad de los nuevos puestos de trabajo cuando originan que la productividad media de toda la población empleada se reduzca en el 0,6 %.

Es importante que crezca la renta nacional, pero tanto más relevante resulta saber cómo se distribuye. De nada le valen a la mayoría de la población los incrementos del PIB si éste se distribuye de manera más desigual y la mayor riqueza se dirige exclusivamente a unos pocos privilegiados. La evolución de los salarios y de los excedentes empresariales, el menor porcentaje del PIB que se dedica a gastos sociales, las reformas fiscales regresivas, son todos ellos indicadores de que la desigualdad aumenta, lo que se haría patente si en nuestro país se elaborasen estadísticas sobre la distribución personal de la renta. Su ausencia es ya signo ostensible de en qué dirección se encamina esta magnitud.

Pero existe otro factor que está actuando en los últimos años. El Banco de España ha incidido sobre él en múltiples ocasiones: el fuerte endeudamiento de las familias. Curiosamente, en la ideología dominante se proscribe todo endeudamiento del sector público pero se asiste impasible al endeudamiento de las familias, como si éste no  presionase también sobre el déficit exterior, teniendo por tanto los mismos efectos perniciosos desde el punto de vista macroeconómico, y desde luego otros bastante peores desde el punto de vista social.

El mayor endeudamiento de las familias en nuestro país va unido al incremento desaforado del precio de la vivienda. Desde el Gobierno, con una visión ingenua al tiempo que irritante, se ha querido justificar la burbuja inmobiliaria acudiendo a la capacidad adquisitiva de los españoles. La vivienda es un bien de primera necesidad por lo que los ciudadanos se ven obligados a demandarlo sea cual sea su precio. Lo que cambiará será el sacrificio económico preciso para obtenerlo y el nivel de endeudamiento al que se verán impelidos.

Para la mayoría de las familias la enorme elevación del precio de la vivienda ha sido claramente un factor de empobrecimiento. Desde luego, para todas aquellas que pretenden adquirir un piso por primera vez, o las que quieren cambiar su vivienda por una mejor, esta carestía ha significado tener que dedicar una porción mayor de su renta para conseguirlo. El enriquecimiento de las que ya tienen una vivienda es más ficticio que real, porque en el fondo poseen lo mismo que antes y la ganancia que obtendrían al vender su piso se esfumaría al tener que comprar otro. El único enriquecimiento efectivo es el de los especuladores del suelo, el de los de la construcción y el de aquellos que cuenten con varios pisos en propiedad, pertenecientes por tanto todos a las clases altas.

Ese mayor endeudamiento se soporta y al mismo tiempo se disfraza a través de un doble instrumento manejado hábilmente por las entidades financieras. En primer lugar, mediante la ampliación del plazo de amortización. Antes, los créditos se concedían a diez, como mucho a quince años. Hoy son a veinte y veinticinco años, las familias se endeudan para toda la vida. En segundo lugar, mediante el espejismo de menores tipos de interés. Es cierto que en la actualidad los tipos nominales de interés son mucho más reducidos que los de hace quince o veinte años, pero los reales no tanto, son casi similares. Sin embargo, esta diferencia entre tasas reales y nominales extiende una cortina de humo sobre el endeudamiento. Al comienzo de los ochenta, al amortizarse los préstamos con anualidades constantes, las de los primeros años del crédito solían ser elevadas, pero pasados cuatro o cinco años las altas tasas de inflación las habían convertido en cuantías mucho más aceptables. Hoy, por el contrario, la carga se mantiene casi constante durante todos los años de la vida del préstamo.