Basilea
Veintisiete
gobernadores de los principales bancos centrales reunidos en Basilea acaban de
acordar endurecer las exigencias de los coeficientes de garantía de las
entidades financieras, elevando los porcentajes que las distintas partidas de
fondos propios deben representar de los activos convenientemente ponderados. El
acuerdo tendrá que ser ratificado por el G-20 y posteriormente ser suscrito por
cada uno de los países que lo componen.
En
principio, podría pensarse que constituye una buena noticia, sobre todo porque
es una de las pocas medidas que se va adoptar de forma global, lo que en el
actual orden económico internacional la mayoría de las veces resulta
imprescindible; pero precisamente el hecho de que tantos países y tan
diferentes se hayan puesto de acuerdo y de forma tan rápida hace desconfiar de
que la decisión adoptada sea realmente eficaz para controlar los capitales y el
sistema financiero.
En
primer lugar, hay que señalar que la medida no será plenamente efectiva hasta
2018, es decir, dentro de siete años y, tal como afirmaba Keynes, a largo
plazo, todos muertos.
En
segundo lugar, de nada sirve incrementar los fondos propios de los bancos si a
la hora de las dificultades no se echa mano de ellos y los recursos públicos se
aportan no para adquirir una participación en el capital sino como préstamo. En
la actual crisis pocos han sido los Estados que han hecho pagar a los
administradores y a los accionistas los errores cometidos. Desde luego, ni en
EE. UU. ni en nuestro país ha sido así en la mayoría
de los casos. Se ha preferido que las entidades financieras continuasen
renqueando, sosteniéndolas mediante créditos y avales del sector público.
Pero,
en tercer lugar y quizá lo más importante, es que esta medida no va encaminada
a impedir que las entidades financieras lleven a cabo de nuevo operaciones poco
ortodoxas, ni a restringir los movimientos especulativos de capitales y, por lo
tanto, a imposibilitar que se vuelva a producir una crisis como la actual, sino
que va orientada a que, en el caso de que reapareciese, el coste recayera sobre
los bancos. Me temo que si se genera un cataclismo financiero de la misma o
mayor intensidad que el pasado -lo cual es perfectamente posible si no se
adopta otro tipo de medidas-, de poco servirá que las entidades financieras
tengan más recursos propios; éstos en el negocio bancario siempre serán una
proporción ínfima de los ajenos.
El
peligro es que los gobiernos se den por satisfechos con el acuerdo tomado y no
aprueben otro tipo de iniciativas tendentes a proporcionar estabilidad al
sistema, tales como limitar los productos e instrumentos financieros que pueden
realizarse, especialmente los derivados, y evitar la especulación mediante la
creación de un impuesto similar a