Oskar Lafontaine
y la ruptura del euro
Oskar Lafontaine
acaba de pronunciarse a favor de la ruptura del euro. En la página web del
grupo parlamentario alemán Die Linke (La izquierda)
ha escrito que “Ángela Merkel se despertará de ese
sueño de autosatisfacción”. “Los alemanes no se han dado cuenta –continúa– de
que los países del sur de Europa, incluida Francia, tarde o temprano y
arrastrados por las dificultades económicas, se verán obligados a luchar contra
la hegemonía alemana. La trayectoria actual del euro está conduciendo al
desastre”.
La
llamada de atención de Oskar Lafontaine
se parece mucho a la que Keynes realizó casi un siglo atrás en una situación
parecida solo que a la inversa, cuando terminada la Primera Guerra mundial se
impusieron a Alemania tales cargas económicas de reparación que hacían
imposible la salida y pronosticaban una nueva contienda.
En
realidad, estas manifestaciones no tendrían nada de novedosas si no fuera
porque el que ahora las realiza fue líder del partido socialista alemán (PSD) y
ministro de finanzas de Alemania (y podría haber sido el canciller de no haber
cedido su lugar a Schröder) en los años de gestación
de la moneda única. Si hoy es menos conocido es por haber adoptado una posición
crítica dimitiendo de su cargo, y llegando a abandonar el propio partido tras
el giro a la derecha propiciado por Schröder. El
sistema suele condenar al ostracismo a los que adoptan posturas críticas.
Ya en
1998, en colaboración con su mujer, la economista Christa Müller, escribió un
libro titulado “No hay que tener miedo a la globalización”, que tuve la
satisfacción de prologar en la versión española publicada por Biblioteca Nueva.
El libro se situaba en una postura crítica frente a la política económica
alemana realizada hasta entonces y coincidía con los reproches que algunos
veníamos haciendo a las medidas aplicadas en otros países como España. En
realidad, sus análisis tienen plena vigencia en los momentos actuales, tanto
más cuanto que lo que ahora se practica son esas mismas políticas solo que
llevadas al extremo, al tiempo que se cierra con la permanencia en el euro toda
posible salida. Es por este motivo, por lo ilustrativo que puede ser para la
situación presente, y porque constituye una crítica adelantada en catorce años
al discurso de Merkel, por lo que me decido a transcribir
algunos párrafos del prólogo que en su momento redacté y que constituye un
resumen esquemático del libro:
“…
Existe, a mi entender, a lo largo de todo este libro, una idea central que los
autores se esfuerzan por recalcar de múltiples maneras: la importancia de la
demanda interna en el crecimiento y el error que supone confiar únicamente en
el sector exterior. La expansión económica mediante el procedimiento de
apoderarse de una porción mayor de mercados extranjeros puede ser un espejismo
si el incremento de competitividad se consigue a base de hundir las finanzas
públicas, restringir infraestructuras necesarias, deprimir los salarios con el
consiguiente deterioro del consumo, etc.; y es que todo ello tendrá una
incidencia negativa en la demanda interna y por ende en el crecimiento.
Tal como
se señala en este ensayo, existen dos maneras de perseguir la ansiada
competitividad. La primera es real, correcta, mediante modificaciones efectivas
del proceso productivo; incrementando, pues, la productividad. Se innova, se
investiga, se cambian las estructuras y las técnicas, se organiza y se utiliza
mano de obra cada vez más cualificada. La segunda es ficticia, artificial. Se
encamina exclusivamente a reducir costes y, por lo tanto, el precio, bien modificando
el tipo de cambio, bien disminuyendo los salarios y las cotizaciones sociales,
bien reduciendo los impuestos o incrementando las subvenciones. La reducción de
los costes en estos casos no viene motivada por ningún avance en la
productividad, sino que es mero resultado de artificios, más o menos tramposos,
con los que ganar momentáneamente cuotas de mercado. Momentáneamente, porque
hay que suponer que los competidores no permanecerán impasibles ante estas
medidas y reaccionarán de forma igual o parecida…
…Es más,
estas medidas pueden dañar la capacidad real de competir al influir de forma
negativa en la productividad. La rotación continua de asalariados en un mercado
laboral precario incidirá negativamente en la cualificación de la mano de obra
y en el interés que pongan los trabajadores en la marcha de sus empresas.
Reducir los ingresos del Estado puede traducirse, por ejemplo, en menores
equipamientos públicos o en que la educación sea más deficiente. Los bajos
salarios deprimirán el consumo, y con él la demanda interna. Aquellos países
que presentan salarios más reducidos, una inferior cobertura de la protección
social o unos derechos laborales más endebles no son precisamente los más
competitivos ni en el ámbito mundial ni en el de la Unión Europea.
Lo que
es bueno para una empresa no tiene por qué serlo para el conjunto de la
economía. El ejemplo del teatro y el espectador –tal como se indica en el
libro- es aleccionador. Si alguien en solitario se pone de pie en un teatro, es
posible que se beneficie de una mejor visión, pero es fácil suponer que será
imitado poco a poco por el resto de los espectadores que intentarán recuperar
su campo visual. Finalmente, todos verán igual, aunque, eso sí, terminarán
cansados y habrán estado mucho más incómodos.
En esa
extraña lucha por la competitividad mal entendida, la mayoría de los países
europeos, quizá arrastrados por Alemania, se han embarcado en políticas
deflacionistas, causantes en gran medida de las altas tasas de paro actuales.
Los que se esfuerzan en señalar como origen del desempleo los elevados costes
laborales y sociales y la rigidez en el mercado de trabajo, y toman la
organización social y laboral de Estados Unidos como ejemplo a imitar dado su
alto nivel de ocupación, se olvidan de otra variable que sin duda ha influido
también en las dispares cotas de empleo, el diferente signo de las políticas
monetarias seguidas en Europa y en Estados Unidos. Tal como afirman Lafontaine y Müller, Alemania ha practicado durante años,
posiblemente ante la necesidad de financiar la unificación, una política de
tipos de interés más elevados de lo que hubiese sido conveniente, forzando al
resto de los países comunitarios, mediante la disciplina del Sistema Monetario
Europeo, a prácticas similares. Incluso, añadiría yo, que en algunos casos como
el de España esta política se ha aplicado con mayor rigor que en la propia
Alemania, siendo de sobra conocidos los fatales resultados que semejante
comportamiento acarreó: apreciación de la peseta en términos reales con la
consiguiente pérdida de competitividad, hasta que las cuatro devaluaciones de
los años 1993 y 1995 establecieron de nuevo el equilibrio…”.
Como se
puede comprobar, todo lo señalado es perfectamente aplicable a la situación
presente. Es más, anunciaba ya las consecuencias que se seguirían de la Unión
Monetaria en el caso de que se acabara
constituyendo. Por ello había un aspecto del libro con el que no coincidía y
así lo hacía notar en el último párrafo del prólogo:
“…Existe,
sin embargo, un punto en el que -a fuer de sincero- he de confesar que no
coincido con los autores: su optimismo acerca de la evolución futura de la
Unión Europea. Me cuesta creer que, una vez constituidos el Mercado Único y la
Unión Monetaria, sea posible avanzar hacia la armonización fiscal, social y
laboral imprescindible para impedir que se produzca entre los países que
componen la Unión esa absurda carrera competitiva, basada en el abaratamiento
de costes, tan criticada por los propios autores; al igual que me cuesta creer
que se pueda consolidar una verdadera hacienda pública europea capaz de
compensar los desequilibrios regionales que el mercado y la moneda común
originen. Por último, dudo mucho que el Banco Central Europeo vaya a practicar
una política monetaria no deflacionista, una política dirigida, sí, a la
estabilidad económica, pero también al crecimiento y a la creación de empleo.
¡Ojalá sean Lafontaine y Müller los que tengan
razón!”.
Es
patente que no la tuvieron y al antiguo líder del SPD le honra reconocerlo.