Nacionalizar la banca
En el pasado solía ser una de las reivindicaciones
de la izquierda. Conviene recordar que aquí, en España, en 1976, en la escuela
de verano del PSOE en Galapagar, Miguel Boyer, que
seis años más tarde sería superministro de Economía y Hacienda, se pronunciaba
a favor de la nacionalización de la banca. Eran los últimos coletazos de una
ideología de izquierdas que quedaría sepultada bajo el “tsunami” del
pensamiento único, pensamiento único que, sin aportar razones, exclusivamente a
través de la descalificación y colgando el cartel de desfasado a quien osase
contravenir sus dictámenes, condenaba todo lo público y ensalzaba lo privado.
Con la llegada del PSOE al gobierno, no sólo no se
nacionalizó la banca, sino que innumerables entidades financieras, tras ser
saneadas con dinero público, fueron devueltas al sector privado. Asimismo, se
perdió la oportunidad de establecer con las cajas de ahorro una banca pública
potente. Tengo que reconocer que una de las primeras medidas que me sorprendió
y me decepcionó de aquel primer gobierno socialista con el que, de alguna
manera, me sentía implicado, fue la ley de Cajas de Ahorro, ya que se entregaba
su control a los Ayuntamientos, Comunidades Autónomas y grupos de impositores
que era lo mismo que concederlo a sindicatos y partidos políticos.
La nueva ley suponía una ocasión perfecta para crear
una banca oficial fuerte capaz de servir de contrapeso a las entidades
financieras privadas. Por el contrario, la norma que se aprobó disgregaba la
capacidad de decisión y de actuación del Estado en un sector tan estratégico
como el del crédito. Se perdió esta oportunidad pero es que además, corriendo
los años, se privatizaría la modesta banca oficial que provenía del franquismo:
Caja Postal, Banco Exterior de España, Banco de Crédito Industrial, de Crédito
Agrícola, Hipotecario, etc., pasaron al sector privado. Es seguro que en los
momentos presentes el gobierno echa de menos contar con una extensa red de
entidades financieras públicas con las que instrumentar las ayudas y los
créditos.
La actual crisis económica está demostrando algo que
en realidad todos sabíamos con anterioridad, la importancia que el crédito
tiene en una economía moderna y los perniciosos efectos que pueden deducirse de
un mal funcionamiento de las entidades financieras. Sólo la sustitución de la
teoría económica por un catecismo huero ha podido conducir a aceptar sin ningún
análisis que los bancos deben ser privados. No parece que exista ninguna razón
para ello, más bien los argumentos se inclinan en la línea contraria.
Se suele afirmar con bastante ligereza que en el
sector privado los gestores se están jugando su propio dinero y que, por lo
tanto, ponen más interés que los burócratas nombrados por un gobierno. Esto
puede ser cierto para las pymes, los pequeños comercios o los negocios
familiares –de ahí la irracionalidad económica de los sistemas llamados del
socialismo real que pretendían tener socializada toda la economía– pero desde
luego no lo es en el caso de las entidades financieras donde se produce un
divorcio claro entre gestión y capital, y donde la participación de los
administradores en el patrimonio de la compañía es nula o insignificante. Uno
de los factores que están detrás de la actual crisis es que los intereses de
los ejecutivos no coinciden, por supuesto, con los de los ciudadanos, pero ni
siquiera con los de la corporación que dirigen.
En estas coordenadas, la afirmación de que la cuenta
de resultados es un buen termómetro de la marcha de la empresa no se sostiene.
Las consecuencias de una mala gestión pueden manifestarse, tal como estamos
viendo, muchos años después cuando ya no hay remedio y con graves daños no sólo
para la entidad que se dirige sino también para toda la sociedad en su
conjunto.
En contra de la banca pública se agita el fantasma
de que los intereses políticos pueden interferir en la marcha del sistema
financiero; utilización política de las empresas, se afirma. Pero ¿es que acaso
lo evita el que sean privadas? Hoy, intereses
políticos y económicos se amalgaman en una extraña mezcla. Políticos y
ejecutivos de las grandes compañías forman una clase en la que los sitios se
intercambian, y más grave aun que la política condicione a las empresas es que
las empresas condicionen a la política. Al menos el sector público está
sometido a unos controles y a una transparencia de los que carece el sector
privado, al que se le consiente casi todo con la falsa premisa de que se están
jugando su dinero.
Hoy, paradójicamente, es el propio sector financiero
el que reclama la intervención estatal, aunque, eso sí, se apresura a proclamar
que sea de forma transitoria. Pretenden tan sólo que el Estado les saque del
atolladero y que limpie con dinero público la
basura que han ido acumulando en sus balances. Cantidades ingentes de fondos
estatales están afluyendo a las entidades financieras en Europa y en EEUU sin
que el panorama se despeje y sin que, lo que es más grave, el crédito llegue a
las empresas y a las familias. Incluso el propio Banco Central Europeo está
dando la voz de alarma ¿No habrá llegado el momento de emplear todos esos
recursos en la constitución de una banca pública que nos libre de situaciones
similares? Concretamente en nuestro país, ¿no sería la ocasión de nacionalizar
las cajas de ahorro dándolas una unidad de acción y librándolas de las
banderías e intereses provincianos?