La
izquierda europea renuncia al Estado social
Con motivo de la celebración de los 140 años de vida
del Partido Socialdemócrata alemán (SPD), el canciller Schröder
escribía el miércoles 8 de julio una Tribuna Libre en este diario que titulaba
"El Estado del Bienestar reta a la izquierda europea". El artículo es
sintomático de la ideología, más bien me atrevería a decir de la falta de
ideología, que afecta hoy a los partidos socialistas europeos.
Tiene razón el canciller cuando afirma que el SPD ha
sobrevivido a la represión hasta llegar a convertirse
en la primera fuerza política de Alemania, pero no estaría de más que se
preguntase por el precio pagado, ya que es muy posible que tal transformación
se haya realizado a costa de que los socialistas alemanes, al igual que otros
muchos socialistas europeos, pierdan sus señas de identidad y la palabra
socialismo se conserve únicamente por inercia o, lo que es peor, para evitar
que otras formaciones políticas la puedan usufructuar.
Tiene también razón el canciller cuando afirma que
una socialdemocracia que dilapida su tiempo rememorando el pasado sería un
glorioso recuerdo, pero habrá que decir asimismo que una socialdemocracia que
rompe con su pasado deja de ser socialdemocracia para convertirse en cualquier
otra cosa, porque lo cierto es que, al margen de cierta moralina, los partidos
socialistas cuando están en el poder carecen de un discurso -y más aún de una política- diferente al de los neoliberales.
El artículo claramente busca justificación. El canciller
pretende legitimar los recortes sociales y la bajada de impuestos que piensa
implementar en los próximos años, lo que ha denominado agenda 2010. Y para ello
nada como acudir a la globalización. En eso tampoco se diferencia del discurso
conservador.
Schröder mantiene tajantemente que la globalización no es una alternativa sino
una realidad. La izquierda europea siempre ha tenido presente que la realidad
es mudable y que se la puede y debe cambiar
mediante alternativas. El determinismo económico no ha sido nunca propio
de la socialdemocracia, por lo menos desde que los planteamientos de Bernstein triunfaron sobre los de Kautsky
y se trascendió el determinismo marxista. Claro que el fatalismo que plantea Schröder nada tiene que ver con la teoría de Marx de que
las contradicciones del capitalismo conducirían a éste inexorablemente a su
destrucción. El determinismo que el canciller alemán formula en su artículo se
parece más al que nos tiene acostumbrados el pensamiento neoliberal, esto es,
considerar que el “statu quo” económico es inmutable y que las opciones
políticas deben doblegarse ante la necesidad económica; dar por buena la
neutralidad de la ciencia económica, al margen de cualquier ideología.
Desde
antiguo, el pensamiento conservador ha querido presentar a la teoría económica
como objetiva. En esa dirección, hoy ha acuñado un término,
"globalización", del que obtiene una gran rentabilidad. Pero si algo
nos han enseñado esos 140 años que el SPD celebra es que la economía tiene muy
poco de ciencia y mucho de ideología. La economía es política -economía política se denominaba al principio- y cuando se pretende imponer determinados
postulados económicos como inamovibles lo que se está persiguiendo es forzar
una determinada política.
El concepto
de globalización es ambiguo pero es esa ambigüedad la que está permitiendo al
neoliberalismo, y parece que también a parte de la socialdemocracia europea,
dar como hechos inalterables aquellos que son sólo fruto de una determinada
opción ideológica y de unos intereses concretos.
A menudo, la globalización se entiende como ciertos
fenómenos sociales unidos a avances técnicos y científicos: la digitalización,
el desarrollo de las comunicaciones. En este sentido, la mundialización sí es
un hecho, una realidad, lo mismo que lo fueron el descubrimiento de la rueda de
molino, la máquina de vapor, la electricidad o el teléfono.
Cosa
distinta es si empleamos el término como sinónimo de integración. Aun cuando
los medios técnicos permiten hoy una intercomunicación mucho más fácil y rápida
de la humanidad, nuestro mundo es progresivamente un mundo desvertebrado, en el
que las desigualdades y los desequilibrios se hacen mayores cada día. La
economía dista mucho de estar globalizada. Entre unos cuantos países ricos y prósperos
y la inmensa mayoría de los sumidos en la pobreza y en la miseria existe una
sima difícil de salvar.
En la
educación, la cultura, la ciencia, la tecnología, difícilmente podemos hablar
de globalización, cuando son patrimonio de una minoría privilegiada. ¿Y cómo
aplicar el término globalización a la sanidad cuando, el sida, la malaria y
otro tipo de enfermedades azotan con fuerza inusitada a muchos países del
Tercer Mundo y el lucro económico no permite que las medicinas y los remedios
lleguen a esas latitudes? En este sentido, la mundialización está muy lejos de
ser una realidad, ni siquiera un objetivo, porque la ideología dominante no lo
tiene como tal, como mucho un buen deseo que todos repiten pero carente de
cualquier operatividad.
Pero cuando
el pensamiento conservador, y por lo visto también los partidos socialistas,
acuden a la globalización como pretexto juegan con la ambigüedad del término y
le dan otro contenido, lo reducen al libre comercio y a la libertad absoluta de
circulación de capitales. Entendida así, la globalización no es en absoluto una
realidad fáctica inalterable, sino más bien una opción, una alternativa
ideológica. Más que mundialización es desregulación; tampoco liberalización,
porque la no intervención estatal es de inmediato sustituida por el control de
grandes poderes económicos.
Es una
opción que, por otra parte, tiene poco de novedosa. La única novedad es el
dogmatismo con el que se pretende imponer en la actualidad como si se tratase
de la única alternativa posible, y el absolutismo en su formulación condenando
cualquier desviación por pequeña que sea. Es una opción que podrá juzgarse
buena o mala dependiendo de los planteamientos ideológicos desde los que se la
contemple. Desde la izquierda no puede por menos que considerarse mala si para
su funcionamiento se exige la renuncia a las conquistas sociales del pasado. No
es de extrañar que haya quien ha definido esta versión de la globalización lisa
y llanamente como “el orden liberal internacional”.
Schröder asume una concepción
reduccionista del Estado social al afirmar que su punto principal es la
redistribución de la riqueza. La política redistributiva es tan sólo una
consecuencia de un principio mucho más básico y fundamental, gozne del Estado
social: el sometimiento de las fuerzas económicas al poder político
democrático. El Estado social parte de la desconfianza ante la espontaneidad y
autorregulación del mercado y admite la especial función que el Estado tiene en
el proceso económico, regulando, controlando e interviniendo en la economía por
diversos procedimientos. Si bien se acepta la economía de mercado y la libre
empresa, no se les concede el carácter de principios absolutos, sino que deben
supeditarse a las exigencias generales de la economía.
La
redistribución de la riqueza es una función de segunda derivada con respecto a
la distribución, y ésta se realiza en el proceso productivo y en los mercados.
Si el Estado renuncia a intervenir en ellos será muy difícil que logre
compensar más tarde mediante políticas redistributivas los desaguisados
realizados y las limitaciones impuestas. Éste es el drama de muchos partidos
socialistas, que comienzan aceptando que el Estado abdique de sus funciones y
entregue la economía a los poderes privados, para después afirmar que las
limitaciones impuestas por esos poderes les impiden practicar políticas
redistributivas.
Tiene razón el canciller cuando advierte que la
riqueza sólo se puede redistribuir una vez que se ha generado; redistribuir,
sí, pero distribuir en el momento de la generación. La aseveración conservadora
de que es preciso incrementar el pastel antes de distribuirlo presupone una
oposición entre crecimiento e igualdad que dista mucho de estar confirmada. Más
bien, lo que se produce es todo lo contrario. Hay que coincidir con Lafontaine cuando en su libro “No hay que tener miedo a la
globalización” defiende que las bajas tasas de crecimiento de Europa en los
últimos años se explican, al menos en parte, por una distribución inadecuada de
la renta que ha castigado a los trabajadores en beneficio del excedente
empresarial. La productividad se ha elevado significativamente, muy por encima
de los salarios reales, con lo que los empresarios y las rentas de capital se
han apropiado de gran parte del incremento de la productividad. Desde 1976 los
costes laborales unitarios en términos reales (salarios reales divididos por la
productividad) se han reducido en la Unión Europea más del 20%.
Han sido las políticas neoliberales practicadas, con
actuaciones monetarias restrictivas, por ejemplo, las que han ido deprimiendo
las tasas europeas de crecimiento hasta la situación actual al borde de la
deflación. El neoliberalismo económico se olvida de que los trabajadores
también son consumidores y de que si el deterioro de las condiciones laborales
reduce los costes de la mano de obra, como contrapartida daña el consumo, la
demanda y, por lo tanto, el crecimiento.
La autonomía del Banco Central Europeo y su obsesión
por las tasas de inflación, prescindiendo de cuál sea el crecimiento económico,
poco tiene que ver con la realidad y la necesidad económica; obedece a una
opción ideológica, al igual que es una opción ideológica reducir las pensiones,
disminuir el seguro de desempleo, desregular el mercado de trabajo y bajar los
impuestos, tal como pretende hacer el canciller alemán en su agenda 2010.
Resulta difícil explicar por qué se reactiva la economía cuando los recursos se
destinan a reducir la carga fiscal de las clases altas y no cuando esos mismos
recursos se orientan a pagar pensiones o al seguro de desempleo, teniendo en
cuanta que los destinatarios de estas percepciones tienen una propensión a
consumir bastante mayor que los contribuyentes de elevados ingresos.
No se entiende por qué los jóvenes a los que se
obliga hoy a contribuir van a tener que carecer, tal como afirma Schröder, de la menor esperanza de que un día se les
devuelva lo que han aportado, cuando la renta per cápita se ha duplicado en los
treinta últimos años, y no hay razón que justifique que no pueda hacer otro
tanto en los treinta venideros. El único motivo para albergar tal falta de
esperanza se encuentra en las políticas neoliberales que, por ejemplo, se
niegan a gravar fiscalmente el capital y los excedentes empresariales, y en la
postura de ciertos partidos socialistas que asumen miméticamente los principios
del neoliberalismo.
El canciller alemán fiel a sus
raíces cita una frase de Ferdinand Lassale: “Toda
acción política empieza por decir la verdad”. Pues bien, señor Schröder, diga sin tapujos la verdad: que el SPD ha dejado
de ser socialista, ha dejado de ser de izquierdas. Diga la verdad, esa verdad
que nadie se atreve a formular, pero que cada vez son más los que la piensan,
que en los sistemas políticos actuales el poder económico ha blindado todo tan
bien que resulta imposible que surja o se mantenga un partido de izquierdas.