Se produce un
contraste llamativo entre los escasos resultados que se derivan de las cumbres
europeas y el discurso siempre triunfalista de los líderes cuando acaban.
Siempre hablan de acuerdos históricos y lo cierto es que, en la mayoría de los
casos, lo que hay son componendas ambiguas e incluso pasos
atrás como los del cangrejo.
No constituye
ninguna novedad señalar el desprecio con el que, en el proyecto europeo, se
considera a los ciudadanos, eludiendo cuando es posible cualquier votación
popular y, cuando no lo es, pretendiendo lograr su asentimiento por todos los
medios accesibles, incluso repitiendo el escrutinio cuantas veces sea necesario
hasta obtener un resultado positivo. Esto es lo que ahora ocurre con Irlanda.
La Constitución
europea cayó ante el “no” francés y el de los Países Bajos. Se ha intentado
invertir la situación salvando las partes esenciales como una modificación del
tratado, de manera que pudiera ser aprobado por los parlamentos nacionales sin
necesidad de someterlo a referéndum. Irlanda era la excepción y también la
piedra en la que ha embarrancado el llamado Tratado de Lisboa. Ahora se
modifica éste para que dicho país pueda consultar de nuevo a sus ciudadanos.
La modificación es
especialmente significativa. La Comisión se configura con tantos integrantes
como Estados miembros, de manera que cada uno de estos, por pequeño que sea,
puede tener su propio comisario, 27 ahora, 28 tras la incorporación de Ucrania.
Es difícil ver en este diseño el menor atisbo de unidad política, sino más bien
una cámara de representación de todas las naciones. Cada comisario irá a
defender los intereses del país al que representa. Europa siempre ha tenido un
déficit democrático pero, después de la ampliación, posee además un problema de
gobernación. Una Comisión y un Consejo de 27 ó 28 miembros difícilmente van a
ser operativos.
Este mismo aspecto
de ser un conglomerado de países y nada más se ha puesto de manifiesto en el
acuerdo tomado para reactivar la economía. No hay plan europeo sino tan sólo la
suma de 27 planes nacionales. Van a ser las finanzas de los Estados las que
soporten el coste del proyecto, sin que ni siquiera se hayan armonizado las
actuaciones dejando a cada país que decida las medidas expansivas que va a
tomar. El único rasgo común es el coste, cifrado en el 1,5% del PIB de cada
Estado, planteamiento altamente difuso porque cada uno de ellos podrá incluir
en el paquete medidas ya tomadas o que de cualquier forma fuese a tomar, así
como calcular los costes de forma arbitraria.
El abanico se deja
tan abierto que los Estados pueden incluso elegir entre incrementar los gastos
o reducir los impuestos. Aparentemente puede pensarse que las dos actuaciones
son similares –y cuantitativamente lo son, ambas son expansivas y van a
incrementar el déficit público–, pero cualitativamente son muy distintas ya que
van a tener efectos dispares sobre la distribución de la renta.
En principio, hay
que pensar que la bajada de impuestos va a favorecer a las clases medias, y
principalmente a las altas, desde luego mucho más si se trata de impuestos
progresivos como los de la renta, sociedades, patrimonio o sucesiones. Incluso,
cabe la sospecha de que una disminución en el tipo de IVA, tal como propone el
premier británico, va a traducirse, al menos parcialmente, en un incremento del
excedente empresarial, siendo muy dudoso que se traduzca en una bajada
significativa de los precios. Por otra parte, en una situación de deflación no
parece que haya que actuar en primera instancia sobre los precios sino sobre la
demanda, y esto se consigue de forma mucho más directa incrementando el gasto
público en infraestructuras o en subsidio para el desempleo. Por una vez,
Zapatero tiene razón.