Los justos

Entre las múltiples excusas, todas ellas difícilmente creíbles, para atacar a Irak, la lucha contra el terrorismo habrá sido sin duda la que más impronta dejó sobre el pueblo americano, y también quizá sobre esa minoría muy minoritaria que en España ha defendido la guerra. A ella se aferró Bush para desentenderse de Naciones Unidas: “Estados Unidos tiene el derecho, al margen de cualquier consenso internacional, de defenderse de sus enemigos” . Y a ella se refirió Aznar para justificar la postura española: “Nuestro país, que siente en sus carnes la zarpa terrorista, no puede dejar de colaborar con otros países cuando tienen el mismo problema”.

Terminada la guerra fría, el terrorismo ha ocupado el lugar de enemigo universal en el discurso político de EEUU, eje del mal. Y, sin embargo, el mismo concepto es ambiguo. Dígase lo que se diga, no todos los terrorismos son iguales; y, por supuesto no todo el mundo aplica el término a la misma realidad. El diccionario de la Real Academia presenta dos acepciones genéricas íntimamente relacionadas entre sí: 1) dominación por el terror, y 2) sucesión de actos violentos ejecutados para infundir terror. De ellos se puede inferir que el terrorismo no es atributo exclusivo de los revolucionarios, sino también de los contrarrevolucionarios. Es más, parece que en la primera acepción se predica más fácilmente de los que tienen el poder que de aquellos que luchan por derribarlo.

El apelativo terrorista se ha venido aplicando de forma subjetiva. Todo depende del punto de vista del que lo utiliza. Durante la Segunda Guerra Mundial, para las autoridades alemanas, los terroristas eran los comandos de la resistencia; para los aliados, y así ha permanecido en la historia, al ser éstos quienes ganaron la guerra, el terrorismo militaba en el bando del nazismo y de la Gestapo. La historia está plagada de terroristas a los que el triunfo transformó en respetables hombres de Estado. Abdelaziz Buteflika, antiguo responsable del FLN argelino y más tarde presidente de Argelia; Menahem Beguin, en sus tiempos jefe del Irgun y después primer ministro de Israel; y Nelson Mandela, en su día jefe de la ANC y que llegó a ser presidente de Sudáfrica y premio Nobel de la Paz, sólo por citar algunos.

La cruzada contra el terrorismo por parte de EEUU no se inicia a raíz del 11 de septiembre de 2001. Veinte años atrás, Ronald Reagan situaba ya la guerra contra el terrorismo internacional como el núcleo de su política exterior calificándolo de plaga y de cáncer expandido por bárbaros en contra de la civilización. Pero su respuesta fue la de crear una extensa red terrorista internacional que asumía métodos y procedimientos bastante peores que los que pretendía combatir y dejaría inundada gran parte del mundo de toda clase de atrocidades.

Muchos serían los casos a citar, pero incidamos tan sólo en uno por ser incontrovertible y estar respaldado por las más respetables instituciones internacionales. La Corte Internacional de Justicia condenó a EEUU por el uso ilegal de la fuerza en Nicaragua, ordenándole que detuviese sus crímenes y pagase indemnizaciones masivas. La contestación del Gobierno americano fue despreciar con desdén el fallo y anunciar que a partir de entonces no aceptaría la jurisdicción del tribunal. Como cabía esperar, EEUU vetó la resolución que el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas había preparado condenando las acciones realizadas; por lo que la Asamblea General tuvo que aprobar una resolución similar, aunque eso sí con el voto negativo de EEUU, Israel y El Salvador.

Cuando hoy EEUU se alza como el paladín de la lucha antiterrorista, pocos son conscientes de que este país e Israel fueron los únicos que en 1987 votaron en contra de la resolución más dura que la Asamblea General de la ONU ha elaborado nunca en contra del terrorismo. Razón de la oposición: un párrafo en el que se salvaguardaba el derecho de la gente a levantarse contra el racismo, contra los regímenes coloniales o la ocupación militar extranjera. Ello legitimaba la lucha de palestinos y CNA, y daba la casualidad de que Sudáfrica e Israel eran amigos y aliados de EEUU.

Los terrorismos se diferencian entre sí, sus finalidades son distintas pero todos coinciden en aceptar un mismo principio: el fin justifica los medios. Todos profesan un objetivo trascendente y altruista, creyéndoselo o no; todos prometen un mundo más justo, más humano, más libre, más perfecto; todos proclaman que están seguros de los valores que defienden, pero todos aceptan que para llegar a ese mundo, para implantar tales valores se precisa utilizar los instrumentos más abyectos, hay que pagar un precio: asesinatos, matanzas, destrucción. Conflicto entre medios y fines.

Tal vez haya sido Camus uno de los autores que más certeramente han profundizado en las contradicciones éticas que conlleva todo terrorismo y que mejor han analizado los elementos metafísicos y nihilistas que comporta. En su obra “Los justos” un grupo de revolucionarios planea asesinar al gran duque Sergio, lo consideran una pieza clave para la liberación del pueblo ruso. Kaliayez es el encargado de arrojar la bomba a su paso, pero en el momento de lanzarla se cruza la mirada de un niño. Los sobrinos del gran duque le acompañan. Kaliayez duda, sus brazos se agarrotan y la mano no responde. El coche pasa de largo. Camus plantea la encrucijada fatal en que se desenvuelve todo movimiento terrorista. ¿Es lícito construir una sociedad mejor sobre sangre inocente? ¿Es legítimo salvar al pueblo asesinando previamente a parte de ese mismo pueblo?

Todo terrorismo asume supuestos visionarios, se basa en la creencia -o al menos simulacro de creencia- de sus promotores de ser los únicos poseedores de la verdad. Pero tales planteamientos no son privativos del terrorismo, sino de cualquier teoría doctrinaria o dogmática. Lo distintivo del terrorismo es su convicción de que en función de esa verdad todo está permitido, asesinar, torturar y cometer cualquier tipo de tropelía. El fin justifica todo. El fundamentalismo islámico se transforma en terrorismo cuando, en aras de la Idea, asesina a miles de inocentes en las torres gemelas. El fundamentalismo conservador americano se convierte en terrorismo desde el momento en que asume los mismos medios y principios del terrorismo que dice querer perseguir.

Terrorismo de Estado es bombardear Afganistán con la excusa de apresar a un terrorista; autorizar e incentivar el asesinato –incluso poniendo precio a su cabeza– de los que se supone, sin juicio previo, que están implicados en el ataque de la torres gemelas; crear limbos judiciales en los que torturar y violar los derechos humanos de los detenidos; crear una oficina de desinformación para ocultar los propios crímenes. Terrorismo de Estado es destruir un país como Iraq, matar a miles de personas inocentes, entre ellas multitud de niños, provocar exilios masivos, condenar a poblaciones enteras al desabastecimiento, al hambre y a la sed.

Los justos de Camus al menos dudan. Los nuevos justos de esta sociedad civilizada, demócrata y satisfecha no sienten la menor vacilación, el mínimo escrúpulo, no ya ante una bomba, no ya ante la muerte de un niño, sino ni siquiera cuando se trata de provocar catástrofes y matanzas aterradoras. No tiemblan, por el contrario se les ve impasibles, satisfechos, felices, incluso pueden irse de vacaciones. Los justos de Camus dicen que aman al pueblo pero se preguntan si el pueblo les amará a ellos. Nunca lo sabrán. Los nuevos justos afirmaban querer liberar a los iraquíes; llegaron a asegurar que les recibirían como salvadores, pero ahora ya conocen que les odian y aborrecen como lo que son, terroristas y ejército de ocupación.

Si terrorismo es dominación por el terror, será tanto más brutal cuanto más poder se posea. Si definimos el terrorismo como forma violenta de lucha política mediante la cual se persigue la creación de un clima de terror susceptible de intimidar a los adversarios políticos o a la población en general, ningún terrorismo como el terrorismo de Estado. EEUU denominó la operación en Irak conmoción y pavor. Cuanta más fuerza y más poder, más capacidad de infundir terror.

Camus en su obra “El hombre rebelde” analizó en profundidad el terrorismo de Estado: nazismo y estalinismo. A Sadam Husein se le pretendió comparar con Hitler, incluso se trazó la similitud entre la postura de permisividad adoptada frente a la Alemania nazi por las potencias occidentales al principio de la Segunda Gran guerra y la negativa presente de algunos países para comenzar una guerra frente a Irak. Sadam Husein jamás podrá compararse a Hitler. No ha pasado de ser un pequeño dictador, todo lo sanguinario que se quiera, pero nada más. Hoy sólo un Estado tiene capacidad para crear en el mundo un peligro similar al que constituyó en su momento el nazismo: EEUU. Ésa es la escalofriante incógnita que cada vez se hace más presente. ¿Se estará despertando de nuevo ese espectro dormido?

Hitler declaraba: “Cuando la raza corre peligro de que la opriman...la cuestión de la legalidad no desempeña sino un lugar secundario”. Si en lugar de raza colocásemos pueblo americano, ¿a quién nos parecería estar escuchando? Camus escribe: “Hitler inventó el movimiento perpetuo de la conquista, sin el cual no hubiera sido nada. Pero el enemigo perpetuo es el terror perpetuo, esta vez potenciado por el Estado”. Parece que el imperio americano precisa disponer siempre de un enemigo, enemigo perpetuo. Tras la Guerra del Golfo, el arzobispo de Sao Paulo se lo cuestionaba: “¿A quién van a atacar luego y bajo qué pretexto?”. Hoy sabemos que detrás de Irak, vino Kosovo y tras Kosovo, Afganistan y ahora de nuevo Irak. Destruido Irak, la pregunta continúa resonando: ¿A quién van a atacar luego y bajo qué pretexto? ¿A Corea, a Irán, a Siria?

Camus no salva ni legitima a sus justos, pero tal vez percibe en ellos un ápice de redención, redención nihilista, pagan con su vida. Kaliayev se expresa en estos términos: “Por la noche...me atormenta una idea: ellos han hecho de nosotros unos asesinos. Pero al mismo tiempo pienso que voy a morir,  y entonces mi corazón se calma. Sonrío ¿sabes? y vuelvo a dormirme como un niño”. Los nuevos justos ni siquiera poseen ese exiguo rasgo de grandeza. Ellos no arriesgan la vida, mandan a otros, chicanos, negros, puertorriqueños, a las clases bajas, a asesinar y a morir, mientras ellos continúan con su existencia dichosa y satisfecha.